martes, 25 de septiembre de 2012

El palomar



Comentaba en el CUARTEL 2 que, como excepción, me salía de la línea ahora dedicada a anécdotas infantiles principalmente, pero mira por dónde he recordado otro caso que tenía en la recámara y que considero necesario relatar.

La torre de la iglesia de mi pueblo se terminó de construir en la primera mitad de siglo XVI, aunque no creo que pueda definirse con un estílo arquitectónico en concreto, pienso que es parecido al mudéjar, sobre todo por el material empleado en su construcción: El ladrillo rojo macizo.

El edificio estaba en general deteriorado por el paso de los siglos, principalmente la parte superior, por lo que llegaron a un acuerdo con la D. G. de Regiones Devastadas y Reparaciones para su restauracíon, organismo estatal que realizó la obra en 1955.

Ignoro de dónde partirían las directrices, pero lo cierto que en vez de construir en armonía con el conjunto del edificio, lo que realmente levantaron en la cima fue "un palomar", como se llamó popularmente a ese añadido y creo que acertadamente, pues tal semeja, como puede apreciarse en la foto de cabecera. Es más, por sus paredes blancas y su tejadillo de teja árabe, a mí también me parece que lo que colocaron en lo alto fue un cortijino.

Comprendo que el actual estado de la torre le resulte familiar y hasta bonito a las nuevas generaciones, acostumbradas ya a esa visión, pero para quienes conocimos el anterior remate y además vamos poco por el pueblo, al menos en mi caso, el conjunto resulta como un insulto a la vista, un atentado a la Arquitectura.

Pero hubo otro atentado aún más grave, éste contra la Naturaleza. No se les ocurre otra cosa que, para iniciar la obra, arrojar al suelo los nidos de las cigüeñas, con las crías ya crecidas pero sin capacidad de vuelo aún. No recuerdo por quién, pero hasta a mí llegó un cigüeñino que intené criar alimentándolo con renacuajos, pero porque no estuviera bien o por mi falta de pericia, el animalito se me murió. ¡Qué pena!.

Quien estaba entonces en el pueblo de Comandante de Puesto de la Guardia Civil me comentó hace años que se aplicaron al responsable o responsables de tal acción contra la naturaleza las medidas punibles que entonces pudieron, pero no recuerdo bien sus palabras y después de 57 años no voy a perder el tiempo en averiguaciones que ya de nada servirían.

 

lunes, 17 de septiembre de 2012

El cuartel, 2



Aunque sea salirme de la línea de estos episodios dedicados a las vivencias infantiles, algo de sentimentales y nostálgicas en ocasiones y con las escasas pinceladas de humor que me permite mi corto ingenio, creo que, moralmente y como excepción, no debo silenciar la cruda realidad que para muchas personas significó aquella época.

El final de los años cuarenta y rebasada la mitad de los 50, periodo en que transcurrió mi niñez con recuerdos claros de Campillo antes de mi marcha definitiva, fue una etapa de carencias y penurias en general y hambruna en particular en algunas familias, a pesar de que los mayores llamaran años del hambre sólo  a los inmediatamente posteriores a la Guerra Civil y por lo que decían,  el más cruento fue 1941.

Por lo que conocí posteriormente, esa lamentable situación económica no era exclusiva del pueblo, sino de prácticamente toda la nación, aunque más acusada en  Extremadura y Andalucía, precisamente regiones con recursos agrícolas y ganaderos suficientes para haber evitado esos casos de hambre si hubiera existido una mayor solidaridad y una adecuada justicia social.

Ante ese dramático panorama, yo observaba con frecuencia en el patio delantero del cuartel, descubierto, y que lindaba con la calle por una reja de hierro sobre un murete y una puerta del mismo metal, a un grupo de hombres, casi siempre los mismos, para mí mayores, pero que en realidad algunos eran prácticamente adolescentes. Jornaleros, con frecuencia sin trabajo, pertenecientes a nombradas familias de pueblo. Hombres detenidos por cazar furtivamente o por ¿robar? en campos ajenos productos imprescindibles para su supervivencia. Me consta, por lo que se decía entonces y por lo que me he ido enterando después, que nunca cometieron actos vandálicos ni mucho menos, delitos de sangre.

Pero claro yo solo era un niño, además muy fantasioso, que cuchicheaba con otros y que no hacía mucho me habían llevado a ver la película "Alí Babá y los 40 ladrones". En consecuencia, para mí: ERAN LADRONES. Como contraste, cuando llegaba a casa escuchaba a mis padres, quienes conocían a ellos, a sus padres y hasta a los padres de sus padres. argumentando a su favor: Son gente del pueblo de toda la vida, gente honrada y trabajadora, pero si no tienen trabajo ni dinero: ¿Qué han de hacer? ¿Dejarse morir de hambre? Y eso que mi familia no nadaba precisamente en la abundancia, pero con los ingresos de la fragua y la ocasional ayuda de familiares mejor acomodados económicamente, pasamos aquellos tiempos.

Para esas y otras familias la solución vino a principios de los años 60 con la emigración, sobre todo a los paises europeos próximos que no exigían mano de obra cualificada, especialmente a Alemania. Muchos regresaron más tarde (¡la fuerza del amor al terruño, a pesar de las pasadas adversidades!), pero ya con la vida resuelta por los ahorros de su duro trabajo o con las pensiones derivadas del mismo.

Mi reconocimiento, aunque insignificante, a esas personas que les tocó sufrir la parte más dura de aquella dura época.

¿Y ya está?. Sí, ya se que quienes vivieron aquellos tiempos o los  conocen por referencias y sobre todo los que los sufrieron, dirán que empezaba éste relato anunciando que me saldría de mi línea habitual y que a final no me he "mojao"  que resulta blando y descafeinado hablar simplemente de "detenidos" cuando la realidad es que eran hombres perseguidos y en ocasiones apaleados, aunque no exclusivamente por la Guardia Civil, pues por entonces cualquiera que luciera un uniforme considerado de agente de la autoridad, parecia que tenía "patente de corso" y podía tomarse la justicia por su mano impunemente. Se temía hasta al pito del sereno que, por cierto, en mi pueblo no había ninguno.

Pero tampoco sería justo que, en éste caso, por el despiadado comportamiento de determinados miembros de la Guardia Civil, entrara yo en difamar al colectivo de la Benemérita, que en general ha dado sobradas muestras de abnegada entrega al servicio de la sociedad a lo largo de su ya dilatada historia.

martes, 11 de septiembre de 2012

El cuartel, 1



La casa donde pasé mi infancia en Campillo estaba muy próxima al Cuartel de la Guardia Civil, no el que figura en la foto de cabecera, sino al anterior que ya no existe. El actual, que también frecuenté en ocasiones, se inauguró poco antes de marcharme del pueblo. Esa proximidad facilitaba mis relaciones de amistad con los niños de los guardias, amistad a veces truncada prontamente debido a los traslados de los padres. Con mis amigos entraba con frecuencia en las dependencias y en sus viviendas, sobre todo cuando sus familias eran amigas de la mía. Hubo algún caso que recuerdo con nostalgia.

Todavía yo muy niño observaba que el hijo mayor del comandante de puesto, ya un adolescente, llevaba a veces balas de fusil en los bolsillos y pedía prestado un martillo en la fragua de mi padre. No éramos amigos por la diferencia de edad, pero me permitía seguirle hasta las afueras del pueblo, donde iba poniendo las balas una a una sobre una piedra plana y de alguna forma las inmovilizaba, después martillaba en la parte trasera encima del fulminante y se producía el disparo. El proyectil salía zumbando. No eramos conscientes del peligro de tal acción, pero lo cierto es que nunca ocurrió percance alguno. En realidad lo que le interesaba eran los casquillos de cobre, muy cotizados como chatarra.

Tiempo después intimé con el hijo de un guardia recién llegado al pueblo, donde permaneció durante varios años. Esa amistad fue muy estrecha, hasta el punto que era uno más de nuestra pandilla. Un dia le conté a él solo lo de las balas y que nos podiamos repartir lo que nos pagaran por los casquillos.

Parece ser que la munición era de sobrantes, de material en desuso o tal vez procedente aún de la Guerra Civil, el caso es que localizó el lugar donde estaba y comenzó a sacar balas escondidas en los bolsillos. No nos atreviamos a actuar según yo había visto sino que con unas tenazas extraíamos el proyectil del casquillo y luego sí, ya sin peligro, con un martillo hacíamos estrumpir el fulminante, una explosión sin peligro y poco sonora (a menudo decíamos estrumpir por explotar). Con la pólvora hacíamos un reguero en el suelo y le prendíamos fuego, provocando unos minúsculos fuegos artificiales.

Un dia me vino diciendo que habia visto una bala, mu gordaaa, mu gordaaa. Yo, aleccionado por mi hermano mayor que vivió la Guerra Civil y me contaba todo lo que había conocido de material bélico, supuse que se trataría de una bala de cañón. Un botín considerable de chatarra y pólvora para prenderla y divertirnos. Pues nada, que sacó la supuesta bala escondida bajo la camisa, porque no le cabía en el bolsillo. Cuando la vi supe que se trataba de: ¡Una bomba de mano!, una granada y no de las conocidas por su forma como de piña, pues era cilíndrica y metálica.

Cuando expliqué a mi amigo de qué se trataba, se puso a llorar. Ya no se atrevía a entrar de nuevo con aquella arma escondida, pues si era sorprendido seguro que recibiría un severísimo castigo y yo también recibiría mi parte. Teníamos un problema que no podíamos contar a nadie, había de ser resuelto por nosotros mismos. Decidimos cavar un hoyo en el suelo de unas casas derruidas que había a las afueras y que nadie frecuentaba y enterrar allí el artefacto. Lo hicimos de forma tan disimulada que nada se notó y así pasamos aquel dia de angustia, pero se acabó en adelante el negocio balístico.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Mi Chari



Cuando yo niño tenía un hermano y tres hermanas, todos mayores que yo. A saber: Mi Quico (Francisco), que era herrero; mi Lelo, (Consuelo) excelente costurera y primorosa bordadora a mano, fallecida tristemente a los 26 años y la única que quedó en el pueblo para la eternidad. Mi Chari,( Rosario), mujer sensata, severa, práctica y resolutiva. Por último mi Casi (Casilda), quien apenas había salido de la edad de los juegos infantiles para empezar a mocear.

Volviendo a mi hermana Chari, que es la protagonista de esta entrada, diré que era trece años mayor que yo y quien cogía las riendas de la casa durante los frecuentes y prolongados ingresos hospitalarios de mi madre. Opinaba ella que ya iba siendo hora de ir metiendo en vereda al niño, o sea, a mí. Opinión razonable, pero que yo por entonces para nada compartía, dedicado como estaba a mis constantes juegos y correrías (aparte de mi aplicación en la escuela), así que el choque de puntos de vista entre mi hermana y yo era frontal.

La distribución de mi casa, como casi prácticamente todas las del pueblo. constaba de un pasillo que desembocaba en el corrá, habitaciones a los lados de ese pasillo y la cocina al final o, como era nuestro caso, construida en el mismo corral. Precisamente entre éste y la cocina guardaba yo mis juguetes, casi todos artesanos, muchos hechos por nosotros mismos. Por eso del repentino cambio de los juegos infantiles, me pasaba todo el dia entrando y saliendo

Mi hermana limpiaba el suelo con frecuencia, para mí demasiado, pues durante la faena o ya sentada en el umbral esperando el secado, si me presentaba yo con la intención de entrar, claro: ¡Alto, ni se te ocurra pisar hasta que no se seque el suelo! Yo le proponía que, de forma alternativa, dejara en el pasillo una especie de vereda sin limpiar y así poder seguir yo entrando y saliendo si dejar mis huellas en el suelo, propuesta rechazada sin condiciones una y otra vez.

En una ocasión, cansado de esperar y envalentonado porque estaba arropado por mi pandilla de amigos, le grité: ¡BORRACHA!, curiosamente, mujer que jamás bebió alcohol, tal vez la viera excepcionalmente dar un sorbo al vino que bebía mi padre comiendo. Su reacción fue fulminante, intentó atraparme para darme mi merecido, pero yo era rapidísimo y salí huyendo hacia otra de mis prolongadas escapadas por los campos cercanos como ya comenté en LA FRAGUA, pero ahora esperando que en ausencia de mi madre fuese mi Lelo, hermana dos años mayor que ella y mi protectora, la que intercediese por mí y todo quedara en una severa bronca, como así solía ocurrir.

Mujer de pocos afeites y potingues cosméticos, solo se adornaba con un discreto collar, no de perlas precisamente, coloretes en la cara y los labios tenuemente pintados. Eso sí, las cejas siempre depiladas. Yo la veía a menudo con su espejito y sus pinzas, pinzas que, en sus ausencias, usaba yo para mis juegos. Una vez las abrí más de la cuenta y sin pretenderlo las convertí en dos piezas. Intenté unirlas con pegamín (así llamabamos al pegamento) y até los extremos fuertemente con hilo, pero nada, aquello no tenía reparación posible. En consecuencia, otra de mis huidas.

Para lavar la ropa se usaba la panera, una especie de artesa con un restregador y en un extremo una especie de orejetas y una parte plana para poner los productos del lavado. (No he conseguido averiguar por qué se llamaba panera a un utensilio que se empleaba para lavar. La única explicación que encuentro es que por su forma, suprimiendo la tabla de lavar, podía utilizarse o se había utilizado para amasar). Por falta de agua corriente en las casas había que acarrear la misma desde dos pilares que disponía el pueblo o de pozos cercanos, aunque prontamente se instalaron las primeras fuentes públicas.

Cuando era mucha la ropa por lavar las mujeres solían dirigirse a los lugares apropiados del arroyo o del río, que tenía mayor caudal, pero estaba más lejos del pueblo, pues éste tampoco contaba con un lavadero comunitario. Solían salir en grupo, con la panera en la cabeza sobre una especie de corona de trapo que llamaban rodilla y que hacía de punto de equilibrio y amortiguacíon. Admirables mujeres que caminaban incluso ¡cantando! como si fueran de alegre jira campestre. Admirables y sufridas, pues en los días soleados, pero fríos del invierno, no era raro que tuvieran que quitar el carámbano para acceder al agua.

Una vez hube de acompañar a mi Chari que iba sola a lavar, ella con la panera en la cabeza y yo de custodio con mi tirador, sandalias, pantalón corto con tirantes y una camisilla, vamos, como Joselito en sus películas, pero yo sin boina, (la llamabamos gorra), prenda que nunca me gustó y nunca usé. Caminabamos hacía unas charcas de agua "cana", agua de lluvia que así la llamaban por su color blancuzco, consecuencia de la sedimentación del terreno y que por lo visto era muy apta para el lavado por la abundante espuma que hacía con ella el jabón verde.

Llegados al destino, mi hermana se puso a la tarea, mientras yo solo tenía encomendada la misión de vigilar la comida, necesaria para pasar allí gran parte de la jornada, pero me entretuve entre los árboles próximos dedicado a mi siempre fallida cacería. Advertido por las voces de mi Chari de que un perro grande merodeaba cerca, me llegué corriendo, pero no a tiempo para impedir que el animal, antes de huir, engullera los alimentos y si algo quedó ya no era comestible para nosotros. Me llevé una continua y merecida bronca, y algo más grave, sin tener la posibilidad como tantas veces de huir al campo. ¡A qué campo si ya estaba en él! Hijo puta perro, todo por su culpa. Bueno, tal vez estaba más necesitado que nosotros.

Terminada la faena y después de recoger la ropa seca, tendida previamente sobre los arbustos próximos, emprendimos la vuelta a casa. Yo regresaba bronqueado y hambriento, pero mi hermana... ella iba peor, además de hambrienta, jarta de lavar y cargada de ropa.

Muchos años después, cuando la vi de cuerpo presente con sus cejas depiladas, sentí un estremecimiento interior recordando no solo aquel día en que partí sus pinzas y demás travesuras, sino también de los años de adolescencia que hube de vivir a su amparo. Como decían los romanos: Que la tierra le sea leve.