lunes, 27 de agosto de 2012

Bienvenido Mr. Marshall



En realidad, lo que refiero a continuación no figura en el episodio de LA ESCUELA, por olvido. Como creo que se trata de una parte sustancial de aquella época, comentaba con un familiar qué hacer al respecto: Un remiendo al texto original no me parecía estético, tampoco me parecía apropiada una coletilla aparte. Me aconsejó que hiciera una nueva entrada aunque fuera breve, con el título de la película del fotograma de cabecera, que viene muy al caso. Me parecío una acertada idea y eso me propongo hacer.

Como todos sabemos, en gran parte gracias a la emblemática película Bienvenido Mr. Marshall, España quedó al margen de la ayuda de los Estados Unidos a los paises europeos en conflicto durante la II Guerra Mundial,el donominado Plan Marshall, a pesar de que nosotros sufrimos poco antes una cruenta guerra que aunque civil, sí tuvo intervención extranjera.

Pocos años después, fruto de negociaciones con UNICEF y sobre todo a cambio de los acuerdos que permitían a los Estados Unidos instalar bases militares en territorio español, llegó sobre 1954 la tan necesaria ayuda, materializada en leche en polvo, queso y mantequilla. La principal distribición de esos alimentos se hacía entre los niños y niñas de las Escuelas Públicas. Después me he enterado que Cáritas también repartió una parte entre las familias más necesitadas, pero entonces yo no lo vi.

La leche se repartia a diario por la mañana, pero no recuerdo bien sobre el queso y la mantequilla, supongo que alternarían por dias y que la mantequilla la daban por la tarde como merienda. El sistema era como sigue:

El queso, de color amarillo anaranjado y que venía en grades latas cilíndricas, se repartía en trozos y los niños habían de llevar el pan, si no era así pues solo queso.

Para la mantequilla, de color amarillento y que también se presentaba en grandes latas cilíndricas, si que había que llevar forzosamente pan, como es obvio.

Para la leche era necesario portar un vaso, aunque la mayoría de los niños disponían de una lata de leche condensada o parecida, arreglada graciosamente por un hojalatero, con su asita y todo. No hace mucho escuché a una señora decirle a otra que parecía muy activa y desenvuelta: Eres más apañá que un jarrillolata. Me hizo gracia y me recordó que, efectivamente, aquellas latas servían, lo mismo para esa leche en polvo, para beber, para la achicoria, malta y a veces el café con leche de la mañana, a ser posible migao, para trasegar con el aceite. O sea, que sí, que eran mu apañás.

 

 

 

sábado, 25 de agosto de 2012

A Azuaga en burro



Una fugaz bonanza económica decidió a mi padre renovar parte del herramental de la fragua, principalmente sustituir los decimonónicos fuelles por un ventilador, para avivar el fuego con mayor rendimiento y menor esfuerzo. En general, ese material no lo lo había en Campillo. Para adquirirlo precisaba viajar a Azuaga, la poblaciòn más grande y mejor abastecida comercialmente de las proximidades, a poco más de ventinueve kilómetros o, como él decía, cinco leguas y media aproximadamente.

Mi pueblo no era precisamente una pequeña aldea, contaba por entonces con unos 5.000 habitantes, como ya comenté en el episodio de LA ESCUELA y por tanto disponía de varios taxis, alguno propiedad de mi familia materna. Pero sea por el coste, porque era verano y tenía menos trabajo o por lo que fuere, lo cierto es que mi padre determinó realizar el viaje en ¡burro! y que yo lo acompañara. ¡Síííí!, ver tanto campo libre y en pleno contacto con la naturaleza me ilusionó. Creo que era la primera vez que salía del pueblo. Pero había un problema, como artista, así llamaban los campesinos a lor artesanos, mi padre no poseía dicho animal. Problema que resolvió pidiendolo prestado a un amigo.

La del alba sería cuando salimos del pueblo camino de Azuaga. el burro, yo y mi padre. El burro equipado con su aparejo y unas aguaderas, utensilio de esparto con cuatro huecos, concebidos para portar cántaros de agua, de ahí su nombre, pero que se empleaban para acarrear otros muchas cosas, como era el caso.

Caminabamos alternandonos, unas veces montaba yo, otras mi padre, no recuerdo si los dos a la vez, pues yo pesaba muy poco, y otras los dos andando para aliviar al animal. Como a pesar de casi treinta kilómetros entre ambas poblaciones no existe ninguna otra, solo algunos cortijos no muy lejanos del camino, no pudieron aplicarnos ese antiguo y anónimo cuento del Viejo, el Niño y El Burro.

La carretera era polvorienta, pavimentada solo con almendrilla (piedra picada) apisonada con tierra, pero como los coches y pequeños camiones que circulaban eran muy ocasionales, prácticamente solo sufríamos el polvo que nosotros mismos levantabamos. Yo gozaba con el inmenso panorama, primero olivares y amplias dehesas y luego la extensa llanura de la campiña, con algunos olivares también. Campos secos y dorados por los fuertes calores del verano pero que, aunque parezca extraño, me resultaban tanto o más atractivos que los verdes de la primavera. También recreaban mi mente infantil los diversos animales que huían a nuestro paso o que observabamos en un entorno cercano.

Casi al final del trayecto coincidimos con un niño que también cabalgaba un burro y que nos amenizó cantando "Pena mora", el éxito de entonces de Juanito Valderrama. Ese niño cambió de ruta sin dejar de cantar una y otra vez la misma canción hasta que ésta se iba silenciando a medida que niño y burro desaparecían lentamente por el horizonte. Al cabo de cinco o seis horas llegamos a nuestro destino: ¡Azuaga!

El primer objetivo era buscar alojamiento para poder asearnos del polvo y el sudor del camino y luego pasar la noche. Ese alojamiento debía ser a la usanza quijotesca, o sea, una Posada, para que el Rucio dispusiera de una cuadra y merecida ración de agua, paja y cebada. Resuelto el hospedaje y aseados, salimos por el pueblo con el burro equipado y con sus aguaderas, para cargar lo que ibamos comprando en diferentes ferreterías. Yo me encapriché de una linterna de esas alimentadas con una pesada pila de petaca, pero que proyectaban menos luz que un candil. Era igual, hubiera disfrutado y presumido ante mis amigos en nuestro juegos nocturnos. Pero, más fuerte que mi continuo aperreo fue la negativa de mi padre. Me quedé sin linterna.

No recuerdo apenas como transcurrió el resto del dia, sí que antes de acostarnos coincidí con dos jóvenes muy simpáticos en el patio de la posada, quienes estuvieron un buen rato contándome cosas divertidas para mí y haciendome hablar para el disfrute de ellos. A la madrugada siguiente emprendimos el viaje de regreso, ya menos novedoso. Como además el burro venía cargado, solo yo, por mi liviano peso, me permitía montarlo cada vez que me sentía cansado de tanto caminar.

En una ocasión, ya no muy lejos del pueblo, se me ocurrió subir al pretil de un puente para montar con comodidad. Mi padre, que venía rezagado, dándose cuenta del peligro, pues si el animal hacía un movimiento brusco yo podía caer puente abajo, comenzó a gritarme alarmado. Monté cómodamente sí, pero cuando él me alcanzó me echó una merecida y fuerte reprimenda, aunque yo no lo entendiera así. Llegamos por fin a nuestro destino: Mi padre disgustado conmigo por el susto que le di, y yo cabizbajo y defraudado. Años después comprendí que, ¡once pesetas! que costaba la dichosa linterna, era mucho dinero entonces para satisfacer el pasajero capricho de un niño.


martes, 14 de agosto de 2012

La fragua


Pues sí, efectivamente, como indica el título de este blog, mi padre (José Antonio) era herrero de profesión por tradición familiar. Poseía desde antiguo una fragua en Campillo, creo que la más grande de las seis o siete que recuerdo, pero con escaso y anticuado herramental a causa de algún expolio durante la Guerra Civil, período en que el ejército la convirtió en armeria y por falta de capital, consecuencia de la escasa rentabilidad de ese tipo de trabajo en aquellos años. 

Después de larga experiencia era un gran profesional, no solo reparando los aperos agrícolas, sino realizando por forja cualquier tipo de trabajo artístico. Pero como el pueblo era básicamente de economía agropecuaria, la reparación de la también anticuada maquinaria agrícola suponía la mayor fuente de trabajo. Por ejemplo, en época de labranza, aguzar los escoplos de los arados de tipo romano, en otros lugares llamados rejones, pieza fundamental de éstos para surcar la tierra. 


Como el medio más común de transporte en las labores agrícolas era el carro tirado por mulas y con grandes ruedas de madera, radiadas, recubiertas con aros de hierro, el desgaste de éstos por el continuo rodar por caminos y carreteras sin asfaltar era frecuente, generando un trabajo en hermandad para los gremios de herreros y carpinteros. Esa forja y encaje de los aros al rojo se hacía en la calle. Si bien significaba un duro trabajo para los mayores, para los niños constituia un verdadero disfrute, escuchando juramentos, tacos y hasta insultos. Terminada la labor, los trabajadores regaban amigablemente sus polvorietas gargantas con el vino tinto de la tierra, al que eran algo aficionados.


Además de mi padre, en la fragua trabajaba mi hermano mayor hasta que emigró en busca de mejores horizontes de vida, algún oficial y uno o más ayudantes o mozos, según las exigencias laborales. Como por entonces era muy frecuente el trabajo infantil, en horas de plena actividad yo aparecía poco por allí, por si acaso me encomendaban alguna tarea que impidiera mi constante actividad recreativa, aunque mi padre no era de los que obligaban a los niños a trabajar o al menos no lo precisaba. Si yo aparecia era para afilar la punta de mi repión (peonza) o los de mis amigos. También acudía para rocoger chatarra y luego venderla o trocarla por baratijas, como ya conté en LAS HERRADURAS, pero para esto eran más propicias las horas de descanso y sobre todo las de la siesta veraniega, cuando era seguro que la fragua estaba solitaria.


Un día a media mañana aparezco por la fragua y esta vez sí, mi padre que en ese momento estaba solo, me puso a darle a los fuelles para que fuese avivando el fuego donde tenía los extremos de unas barras rectangulares de acero para forjar nuevos escoplos, mientras el iba a un recao


Caminaba con las manos agarradas a la espalda y por la dirección y la hora yo sabía que el recao lo llevaba al casino de su amigo Vicente (llamaban casinos a las tabernas), para darse algún lingotazo de tintorro del lugar y así endurzá una mijina sus penas, como diría el poeta extremeño Luis Chamizo. La verdad que merecía alguna pausa relajada. Trabajaba duramente. Además, seguro que debía buscar un mozo para ayudarle en la forja del material que estaba en el fuego. 

Pero como la gestión que fuera se demoraba y ya mi pandilla de amigos me esperaba impaciente en la puerta de la fragua, no dudé en abandonar el soplado y seguirlos para organizar nuestros juegos y correrías por los campos cercanos.


Terminados los juegos previos a la hora de comer mis amigos regresaron a casa pero yo temiendo represalias me quedé horas solo en contacto con la naturaleza, esperando que mi madre y hermana mayor, más preocupadas en ¿dónde estará el niño? que por lo que hubiera hecho, intercedieran ante mi padre y quitaran hierro al asunto, nunca más a propósito. Asi ocurría. Todo quedaba en una dura, pero soportable reprimenda y mañana será otro dia.

 

jueves, 9 de agosto de 2012

La escuela


El municipio de Campillo de Llerena rondaba una población de 5.000 habitantes hasta mediados de los años 50 del pasado siglo, cuando se inició una numerosa y constante emigración.

Contaba con dos centros escolares públicos. Una escuela para párvulos, llamada popularmente "de los cagones", situada en el centro del pueblo y con insuficientes plazas para esa población (también es cierto que por entonces no era frecuente escolarizar a los niños pequeños). La otra escuela, situada en las afueras y aislada de edificios, era donde se impartía la enseñanza elemental. A esta se le llamaba Los Grupos Escolares, Las Escuelas o simplemente: LOS GRUPOS.

Los Grupos eran en realidad un notable edificio con una clase aislada en el patio de recreo. Su construcción se inició en tiempos de la II República, aunque no entraron en servicio hasta principios de los años 40.

Como era lo habitual entonces, el acceso para niños y niñas se hacia por distintas puertas y las aulas estaban separadas. Éstas más numerosas para niños, puesto que, por falta de una ley de obligatoriedad de asistencia a la enseñanza elemental o por imcumplimiento de ésta, el absentismo escolar era elevado, mucho más en el caso de las niñas, destinadas de manera indiscriminada a las tareas domésticas (era la antigua costumbre).

En verdad, no hablabamos de clases o aulas sino de escuela, con el nombre del maestro o maestra que impartía la enseñanza en ellas. Maestros para los niños; maestras para las niñas.

Un avance para la época era que el edificio disponía de servicios higiénicos, aunque fuera de uso por falta de agua corriente. Bueno, esto lo supe después, pues como la puerta siempre estaba cerrada, sólo los vi de pasada en una ocasión en que ésta estaba abierta excepcionalmente. Realmente lo que vi fueron unos cacharros blancos entonces desconocidos para mí. Creía que solo se cagaba en el corrá o en el campo. En todo caso en un cuartucho dentro del corral con un poyete de madera y un agujero adecuado para asentar las posaderas. Las Necesarias, que diría Quevedo.

Por contra, como creo que ocurría en todas las escuelas públicas españolas, el edificio carecía de instalación calefactora o de refrigeración.

Como ya he comentado, los veranos de Extremadura en general y de la Campiña Sur en particular suelen ser tan tórridos como gélidos algunos periodos de los inviernos.

Para combatir el frío, los niños solían portar estufas o lo que es lo mismo, unas latas de conserva llenas de picón encendido a modo de pequeños braseros y con unas improvisadas asas de alambre. El conjunto de estas estufas caldeaba algo el ambiente. Para los dias de calor previos a las vacaciones de verano no había más recursos que abrir las ventanas, en todo caso las niñas usaban el abanico y los machotes a joderse, aguantarse y ¡a sudar!

La enseñanza se impartía por ese método tan español de: "La letra con sangre entra", refrán que ni compartía ni comparto. En todo caso mas que la letra entra el odio. No era para tanto, pero sí que los palmetazos y pescozones dependian del mayor o menor rigor del maestro. Práctica tolerada y admitida socialmente y asumida en general por los padres de los alumnos.

A ese panorama educativo hube de incorporarme directamente a los seis años o poco más, ya que mi Lelo (la mayor de mis hermanas) me había enseñado en casa a leer y escribir y así evité el paso previo por "los cagones".

Una mañana mi madre me acompaña a Los Grupos, nada menos que a la escuela de ¡Don Vicente!, conocido de la familia pero con fama de ser de los maestros mas severos.

Trocar de forma brusca mi libertad en el arroyo por el encierro entre cuatro paredes me resultó insoportable. Como reacción tiré varias sillas, algunas con niño incluido, esperando que el maestro me invitara amablemente a salir de clase, pero no me invitó no, sino que actuó contundentemente acorde a su reputación. Terminada la maldita jornada regresaba solo a casa con una decisión irrevocable: ¡No voy más a la escuela! Decisión no admitida por El consejo familiar.

Ante mi negativa, a la mañana siguiente mi madre, armada con un palo en una mano y con la otra tirando de mí, caminaba hacia la escuela. El palo era solo intimidatorio, que te doy, que no te doy, que no me daba, que me agarraba a algunas rejas de las casas de donde había que soltarme, que iba todo el camino berreando, que la Rosario y el niño; mi madre y yo nos convertimos sin pretenderlo, en el espectáculo matinal del pueblo que habiamos de cruzar para llegar a SU destino.

Mi madre rogaba al maestro paciencia, que su niño no era malo, sino travieso, como dicen todas las madres. En realidad no era malo. Los cambios bruscos nunca fueron buenos.

Como mi actitud no mejoraba mucho, un dia que entraba en clase y ya agotada su escasa paciencia, el Don Vicente ése vino hacia mi: ¡NIÑOOOO, TÚ FUERA DE AQUÍÍÍÍ!

Aquel grito de expulsión llegó hasta lo más profundo de mi amor propio, me sirvió de revulsivo y acicate, así que me dirigí voluntario a la escuela de Don Juan, hombre benevolente (entonces no eran rígidas las clasificaciones por edades o cursos) donde fui acogido y donde se produjo un cambio asombroso, tomé tal avidez por aprender que nunca falté a clase si no era por enfermedad, algo que, afortunadamente, era poco frecuente. El arroyo me tenía inmunizado.

Comprendí además que disfrutaba con el aprendizaje y que éste era compatible con mis juegos, pues disponía de suficientes horas libres y todo el largo y cálido verano por delante.


Foto de cabecera: Eduardo Iglesias Rodriguez

domingo, 5 de agosto de 2012

El arroyo



OOH... ¡EL ARROYO! ¡MI ARROYO! Un simple regajo, escenario principal de mis juegos infantiles, tanto en pandilla como en solitario.

Ni siquiera la vista del río Tajo en Aranjuez, donde estuve unos meses por entonces, apartó de mi mente mi arroyo, porque así lo consideraba, por eso del sentido territorial del ser humano. Y eso que el río Tajo me deslumbró, nunca había visto tanta agua... ¡y había hasta barcos!

Próximo a la casa en que vivía, el cauce del arroyo,semeja una Y curvada por dos brazos que confluyen y que circunda parte del pueblo. Su caudal es escaso y en los veranos la corriente prácticamente se paraliza. Solo charcos aislados resisten las altas temperaturas del sur extremeño.

La fauna acúatica de estos charcos estaba compuesta por pequeños peces, renacuajos, ranas, culebras de agua, algún galápago y otros animalitos, entre ellos, sanguijuelas. La humedad también atraía libélulas, que nosotros llamabamos aparatos, saltamontes, una especie de insectos palo, mantis religiosas, mariposas, algún que otro lagarto y aves; por supuesto, los más abundantes nuestros familiares gorriones.

Uno de nuestros retos era pescar a mano esos pequeños peces. Si el loco de Sevilla decía a los circundantes lo difícil que resulta inflar un perro con un cañuto de caña, según el cuento del prólogo de la segunda parte del Quijote, aseguro que es mas difícil coger un pez a mano en un charco. Lo conseguiamos con astucia, perseverancia y porque teníamos ¡nueve o diez años! De lo contrario sería una gilipollez.

La captura de ranas era mas fácil. Muchas veces acudía solo al arroyo cuando oscurecía, imitaba su croar y una vez localizadas las apresaba en su escondite.

Tanto ranas como peces terminaban en una tinaja con agua que tenía en el corral de mi casa. Durante la noche, tal vez llamando a sus amiguitas libres que se escuchaban no muy lejos, las ranas no paraban de croar, con el consiguiente cabreo de toda la familia, que a la mañana siguiente me obligaban a soltarlas.

Pero vuelta de la burra al trigo, otra vez captura y a la tinaja y así me pasaba el verano: Del arroyo a la tinaja y de la tinaja al arroyo.

Luego lo entendí: Es bucólico y hasta relajante para conciliar el sueño el canto de los grillos y el croar de las ranas, pero a cierta distancia, no desde debajo de la cama prácticamente ¡joder! Claro, yo con esa edad no tenía problemas para dormir y no entendía la constante reacción airada de mi familia.

Una rara y vistosa clase de libélulas y una especie de mariposa que llamabamos linda por sus bonitos colores eran un objetivo difícil de conseguir. Ingenié de cargar el tirador (tirachinas) con arena en vez de una piedrecita (decíamos chinato) y el resultado de la caza fue todo un éxito.

Un primo mio y yo pretendimos transformar uno de los charcos en piscina ¿particular?, para aliviarnos de los rigores del verano.

El agua nos cubría hasta media pierna aproximadamente y el fondo era arenoso, así que pensamos que extrayendo arena conseguiríamos la profundidad deseada. Pues manos a la obra.

Nos presentamos una tarde con una pala y un cubo (decíamos cuba) y comenzamos la labor, pero en vista de que después de un sudoroso y enorme esfuerzo el resultado era que la arena se iba corriendo y que no conseguimos profundizar más de un centímetro, la pala y el cubo fueron a tomar por culo y nos dimos unos cuantos y refrescantes revolcones en calzoncillos. Así terminó nuestro proyecto de ingeniería.

Lo cierto es que a pesar de las carencias y penurias de la época: Con mis amigos, mis juegos, mis correrías campestres, mi libertad y ¡mi arroyo!, ¡YO FUí UN NIÑO FELIZ!