martes, 14 de octubre de 2014

Pumuky.


Siempre me han despertado simpatía y ternura los “chuchos callejeros”, fruto de una mezcolanza de razas, avispados e independientes, pero fieles y agradecidos ante la caricia y el buen trato… ¡qué merecen!

Por esa razón dediqué un párrafo en una entrada anterior a uno de esos animales, pequeños y berrendos, que nos sirvió de “guía espontáneo” en nuestro recorrido por Las Médulas (León) en el verano del 2008. Intenté rendirle homenaje poniendo su foto, pero precisamente no fue captado en ninguna de las muchas tomadas en aquella ocasión, así que opté por colocar una conseguida de un archivo general.

En los comentarios de aquel episodio, publicado el día 8 de enero de este año, a mi hija se le ocurrió que podía haberlo representando con una foto de Pumuky, un perro de similares características, del que gozamos hace años. Era buena idea, podía haber hecho un cambio de imagen, pero pensé que mejor sería dedicar un merecido capítulo en exclusiva a un animal de tan singular comportamiento como aquél. Eso me  propongo con esta historia.

Pumuky pasaba su vida entre la obra de unos edificios en construcción cercanos a nuestra vivienda en la zona de Sevilla-Este, la casa donde el guarda de la misma obra residía con su familia, también situada en las proximidades, y deambulando por el entorno.

Cuando a mediodía la mujer del guarda pasaba por delante de nuestra casa para llevar la comida al marido, siempre iba precedida por el pequeño perro, que trotaba arrogante y, sintiéndose amparado, ladraba bravucón a quien creía oportuno. Curiosamente, a una de las personas a quien más lo hacía era a una cuñada mía, quien, paradojas de la vida, terminó siendo una de sus principales protectoras, como contaré más adelante.

La obra terminó. El guarda y su familia retornaron a su lugar de origen, pero a aquel perro no lo sumaron a la emigración. Mi hija, aún adolescente, había entablado amistad con las hijas de esa familia de edad similar, quienes más lo cuidaban. Por lo visto llegó a un acuerdo de “adopción” con ellas. Para mi sorpresa, a la vuelta de uno de mis semanales viajes de trabajo, Pumuky era un miembro más de nuestra familia.

Se le equipó con su canasto y manta para dormir, con un recipiente para la alimentación y con un collar de cuero. Collar más de adorno y como señal de propiedad, que como punto de amarre de una cadena. Nos pareció cruel encadenar (salvo excepciones), ni someter a cautiverio doméstico, a un animal que había gozado de libertad. Entraba y salía a su antojo por entre los barrotes de la cancela que daba entrada al porche de nuestra vivienda.

Pocos años después, solicitamos a mis cuñados que se hicieran cargo de Pumuky durante un periodo vacacional. Esta familia vivía con sus dos hijos, aun en edad infantil, en una casa próxima a la nuestra y de idéntica construcción. Bien atendido y con el cariño de los niños, a nuestro regreso el animal fijó allí desde entonces su residencia habitual, sin que por ello dejara de caminar de una a la otra vivienda cuando le parecía oportuno, en solitario o acompañado a cualquier miembro de las familias.

Precisamente, aprovechando sus idas y venidas se le envió desde mi casa a la otra con dos pequeñas cebollas amarradas al cuello, que eran precisas para la comida. El animal se escondió debajo de una mesa y no apareció hasta después de repetidas llamadas y mirando al suelo. Se sentía avergonzado con aquel “adorno”.

En una ocasión estábamos varias personas sentadas en el porche de mi casa, cuando llegó acompañado de un “amigote”, que muy educado, se quedó sentado a la entrada, mientras Pumuky dio una vuelta entre nosotros, como saludándonos, entró en la casa, salió y se marcharon. Me asomé y, como suponía, los dos caminaban a casa de mis cuñados. El fanfarrón de Pumuky iba a mostrarle a su amigo que él poseía ¡dos aposentos!

A mitad de camino vivía Persi, un bello y noble ejemplar de pastor belga. Pumuky le tenía odio mortal, tal vez por envidia de su apostura. Cuando lo veía tras las rejas de la vivienda, se acercaba muy agresivo a ladrarle. En esas ocasiones giraba sobre si mismo muy enérgico, para aparentar la fiereza que al final no tenía. El pobre Persi le respondía enfurecido y sufriendo su impotencia. Pero ¡ay!, cuando desde lejos veía que su enemigo estaba en el exterior, daba un enorme rodeo, con mucha precaución y en silencio. Si era yo quién le acompañaba le voceaba “¡cobarde, acércate ahora!” y me miraba como suplicando no llamar la atención.


Pumuky era un incansable fornicador, pero no creo que pecase, porque supongo que los perros no están sujetos a cumplir el sexto de los Diez Mandamientos. Aguardaba paciente, durante horas, a la entrada de la vivienda de alguna perrita en celo hasta que, en ocasiones, su paciencia daba sus frutos y al menor descuido de los dueños de la hembra, ésta quedaba “empitonada” (en este caso, palabra derivada de “pito” y no de pitón). Por su actitud amorosa le llamaron en el vecindario el “Conde Lequio”, como aquel miembro de los programas del “famoseo”, que aparecía con frecuencia en programas televisivos.

A veces, Pumuky aparecía de madrugada de sus rondas de conquista. Si era tiempo veraniego no había problema, porque se quedaba a dormir en el porche, pero si hacía frío, ladraba para que le abrieran. En esos casos, mi cuñado, que por razones de trabajo había de levantarse muy temprano, bajaba con intenciones de propinarle una “patá”, pero el animal metía el rabo entre las patas y miraba suplicante, implorando perdón. Conseguía apiadarle y todo quedaba en una gran bronca no exenta de improperios. Parece que escarmentaba durante unos días, pero era más fuerte su pasión que su propósito de enmienda y volvía a repetir sus nocturnos escarceos amorosos.


Pumuky llegó a longevo. Su muerte fue piadosa. A todos los miembros de ambas familias nos entristeció su desaparición. Seguro que también lo lloraron las perritas del entorno… La foto de cabecera corresponde al auténtico Pumuky. No así la de la pareja apareándose, que aparece aquí como ilustración de su fogosidad..