Era el verano del año 2007 cuando acordamos El Grupo, en
principio, viajar hasta el pueblo zamorano de Fermoselle, donde permanecimos
desde el 4 al 7 de julio, para recorrer el Parque Natural de Los Arribes del
Duero. Por ese territorio,
de una longitud de más de 100 kilómetros fluye de norte a sur el río Duero, que
hace de frontera entre el oeste de las provincias de Zamora y Salamanca con
Portugal. Discurre encajonado entre farallones de granito, que en algunos
puntos alcanzan los 200 metros de altura. La corriente está regulada por
numerosos embalses y presas para la producción hidroeléctrica.
Aparte del interés turístico por lo pintoresco del paisaje o sus típicos
pueblos, como un reclamo más, por el río
navegan catamaranes a modo de mini-cruceros, que parten tanto de la orilla
española como de la portuguesa y que permiten a los visitantes contemplar su
abrupto cañón, de una belleza espectacular. En aquella ocasión decidimos
embarcar en el muelle cercano a la playa fluvial de El Rostro, del municipio de
Aldeadávila de la Ribera (Salamanca), para llegar hasta la presa del embalse y
volver, en una singladura de algo más de hora y media.
Por la información que tengo, la menor altitud de la zona con respecto a
la fría meseta, es la consecuencia de un microclima con temperaturas suaves en
invierno, que permite el desarrollo de una flora típicamente mediterránea y el
cultivo del olivo, el naranjo y el limonero.
El municipio de Fermoselle se asienta sobre un lecho granítico
que a veces aflora y sirve de base a los muros de algunas viviendas. Su trazado
es irregular, con frecuencia empinado y como típico pueblo castellano-leonés,
cuenta con numerosas casonas de piedra. También las ruinas de un castillo
cercanas a la Plaza Mayor. Pero quizás su mayor atractivo urbano resida en las
numerosas bodegas horadadas de antiguo bajo las casas a considerable
profundidad y distribuidas en diferentes huecos, con una entrada a nivel del
suelo en las fachadas por donde arrojar las uvas (hay visitas guiadas a algunas
de ellas). Es asombroso cómo pudieron labrar esas estancias en el granito con
un herramental rudimentario.
En la Plaza Mayor y en una de
sus bocacalles se situaban varios bares-restaurantes con terrazas, algunas
concurridas hasta altas horas de la madrugada en un ambiente de serenidad, justo
el que precisábamos para la cena, el reposo y la tertulia tras las agotadoras
jornadas de desplazamientos. Era curioso ver cómo los propietarios de estos
bares, aprovechaban hasta los huecos entre los contrafuertes de un lateral de
la iglesia parroquial para instalar algunos servicios de mesas.
Ya la primera noche mantuvimos una charla amigable con uno de los dueños
de esos establecimientos (Aníbal), quien precisamente nos mostró la bodega de
su casa, que se encontraba muy próxima. Nos ofreció a catar varios de sus
vinos. Bajamos diferentes niveles. Por la ventana de uno de ellos, que asomaba a
un talud, pudimos contemplar unas casas
colgadas de forma parecida a las de Cuenca y la belleza de un cielo
totalmente estrellado. Pero aquel ambiente subterráneo en la madrugada,
silencioso (aparte de nuestra tranquila charla), lóbrego, pues aunque había luz
eléctrica era de escasa potencia, nos hizo vivir un momento intenso,
inolvidable, pero hasta cierto punto tenebroso. Nuestras mujeres, muy impresionadas,
no probaron el vino.
Dedicamos los días siguientes a viajar por todo el contorno, tanto por
el lado portugués como el español. Caminábamos hasta algunos de los miradores
para contemplar el paisaje. También bajamos hasta Ambas Aguas, punto donde
desemboca el río Tormes en el Duero. Como pueblo destacaré a Miranda do Douro, en Portugal, por su
conjunto arquitectónico y un comercio variado y concurrido por turistas,
principalmente españoles.
El día 7 de julio (¡San Fermín!) por la mañana partimos con idea de
recorrer la Sierra de la Culebra, famosa por ser la comarca con la mayor
población del lobo ibérico en España, pero al no encontrar alojamiento
adecuado, seguimos hasta bordear el Lago de Sanabria y visitar el municipio de Puebla de Sanabria, bello pueblo con
una interesante arquitectura y numerosos balcones cubiertos de macetas con
flores. Al atardecer continuamos el viaje para pernoctar en Benavente, otro de
los pueblos que nos resultó atractivo. El más importante de la provincia de
Zamora.
Tras el desayuno del día siguiente, iniciamos de forma pausada la ruta
de regreso. Hicimos parada en Ledesma (Salamanca), otro conjunto histórico con
un importante Castillo y un famoso balneario. A continuación visitamos
Candelario, en la misma provincia, enclavado en la Sierra de Béjar y con un
trazado de calles empinadas y pintorescas donde es frecuente que por algunas de
ellas fluya el agua por estrechas acequias.
Desde Candelario seguimos al Barco de Ávila y continuamos circundando la
agreste Sierra de Gredos hasta llegar a Arenas de San Pedro, ambos importantes
pueblos de la provincia de Ávila, con una interesante e histórica arquitectura.
Seguidamente viajamos por el Valle del Jerte, ya en Extremadura para alojarnos
en Jerte, pueblo que da nombre al río y al pintoresco valle, famoso por la
floración de los cerezos a principios de la primavera y la calidad de su fruto.
Por la noche cena apetitosa y charla amena en un chiringuito a la orilla del
río y hospedaje en la Hospedería del Jerte.
Las ventanas de nuestras habitaciones se situaban a la trasera de la
hospedería, justo unos metros por encima del cauce del río. Cuando fuimos a
dormir, mi mujer y yo decidimos en principio dejar la ventana abierta, por la
creencia popular de que el ruido de las cristalinas aguas (aunque de escaso
caudal en verano) serpenteando entre las piedras sería arrullador, adormecedor
y conseguiríamos conciliar un plácido sueño. Pero…, sí, sí, eso ocurrirá en las
novelas pastoriles. Nuestra experiencia fue que un rato estaba bien, pero que
luego ese sonido se tornaba en un ruido molesto que nos mantenía insomnes, así
que terminamos por cerrar la ventana y dejarnos de ambientes bucólicos.
Ya entrada la madrugada, me despertaron unos ruidos en la puerta de la
habitación, como si la estuvieran forzando. Ciertamente me asusté, di un
respingo y voceaba “¡Quién es!, ¡Quién es!” A mis gritos también despertó
alarmada mi mujer. Corrí y abrí la puerta, más por dignidad que por valentía, y
comprobé que no había nadie y todo estaba en silencio. Era una noche ventosa y la
cerradura, que tenía holgura, era movida por la presión del aire en el pasillo.
Una vez serenos pudimos, por fin, conciliar unas necesarias horas de sueño.
Al otro día, 9 de julio, subida por la montaña hasta el pueblo de El
Piornal, para bajar al valle paralelo: La Vera. En verdad que ambas comarcas
son de una gran belleza. Al mediodía comida en un chiringuito junto a la piscina natural y playa fluvial de Pedro
Chate, en el término de Jaraíz de la Vera. En esa y otras ocasiones que
hemos parado allí, baño merecido, refrescante y ritual del conductor: mi cuñado
Eduardo.
Llegada a Sevilla al anochecer. Como norma habitual, se aprovechaban
intensamente cada una de las jornadas. Terminábamos agotados, pero al mismo
tiempo satisfechos por todo lo disfrutado, visto y vivido en esos días de tan
largo y variado recorrido.