Es mi mujer muy aficionada al cine, con cierta inclinación hacia
las películas estadounidenses en las que a menudo aparece Nueva York como
escenario o escaparate. Esa frecuente visión en la pantalla motivó desde
siempre su interés preferente por visitar esa ciudad.
Sumado ese deseo a mi innata pasión por la aventura y los
viajes, el resultado fue el acuerdo inmediato de desplazarnos hasta allí en la
primera ocasión propicia. Pero como suele ocurrir en estos casos, buscábamos la
compañía de otra pareja o matrimonio de familiares o amigos, a ser posible que
conocieran la ciudad, para acrecentar el disfrute y, en cierto modo, la
seguridad.
Como pasaba el tiempo y no encontrábamos acompañantes para
nuestro proyecto, mi mujer, en el verano del año 2010, propuso no esperar hasta
la primavera del 2011, fecha límite que
nos habíamos propuesto y marchar nosotros solos. No lo pensamos más, así que
tramitamos los requisitos burocráticos y a continuación me puse en contacto con
un amigo propietario de una agencia de viajes, que había visitado la ciudad en
varias ocasiones, el cual nos gestionó el vuelo, el alojamiento durante 6
noches y otros detalles necesarios para atajar incluso eventuales problemas de
salud. También contratamos previamente algunas excursiones.
Aquella resultó una decisión premonitoria, pues dos tristes
acontecimientos ocurridos en la familia meses más tarde, hubieran impedido el
viaje, o lo hubieran demorado unos años, tal vez los suficientes para que ya se
nos hubiera desvanecido la ilusión por hacerlo.
De esa forma, a las 7 de la mañana del día 24 de septiembre,
despegábamos del aeropuerto de Sevilla, con destino, en principio, al de
Madrid-Barajas, para enlazar a las 10 horas con el vuelo con destino a Nueva
York, de una duración estimada de ocho horas y media. Cierto que se hace incómodo
y tedioso tanto tiempo a bordo, pero resulta que por la diferencia de seis
horas menos con respecto a nuestro huso horario, a las ¡12,30!, hora local,
tomábamos tierra en el aeropuerto J.F.
Kennedy. De momento habíamos alcanzado nuestra meta.
Unidos a la enorme masa de pasajeros de distintas
procedencias, formamos una larga cola para ser sometidos a controles y
registros todavía más rigurosos que a los que fuimos sometidos en España. Uno
por uno, nos fueron tomando en pantallas hasta las huellas dactilares de los
cinco dedos de cada mano y nos hacían una fotografía facial. Solo faltó que nos
dejaran “en pelotas”. Pero justo es reconocer que todo se desarrolló en orden y
con un trato austero, pero correcto. Ante tales medidas de seguridad, estrictas
pero necesarias, es preciso actuar con paciencia y resignación.
Sufrimos cierta incertidumbre y agobio cuando aparecimos en
la terminal de llegadas y no se encontraba allí en ese momento la persona
encargada de recogernos, ni disponer de cobertura en nuestros móviles a pesar
de mis gestiones previas. No voy a alargarme con el detalle de esta
contrariedad, que finalmente se solucionó sin grandes contratiempos, pero sí recordar
nuestro agradecimiento a una señorita colombiana, compañera de viaje, que nos
auxilió con su teléfono y amabilidad.
Sobre las 14,30 llegamos al hotel Cassa, un edificio blanco
de 47 plantas de altura inaugurado el mes anterior, así que, la habitación
reservada era confortable y flamante. La situación inmejorable, en el número 70
de la calle 45, entre la Quinta y Sexta Avenida y a cinco minutos andando de la
Times Square y la zona de teatros de Broadway, o sea, en pleno dentro de
Manhattan.
Como nuestro objetivo principal era recorrer lo más posible
la ciudad, ya la misma tarde de la llegada, “pateamos” por nuestra cuenta gran
parte de ese municipio neoyorquino, llegamos, por ejemplo a la catedral
católica de San Patricio, la Gran Central Terminal, con su enorme zona
comercial subterránea, el vestíbulo del edificio Chrysler, el Empire State
desde el exterior.... Estábamos fascinados y, al mismo tiempo, todo nos
resultaba familiar, como si ya hubiéramos estado antes allí. El trazado en
retícula de esa zona urbana, distribuido en amplias avenidas y calles
numeradas, nos facilitaba enormemente la orientación. Terminamos paseando y
contemplando la deslumbrante iluminación nocturna y la muchedumbre de la Times
Square. También nos facilitaba nuestra desenvoltura el idioma español, hablado
por una parte muy significativa de la población. En fin, quedamos extenuados,
teniendo en cuenta el largo viaje y el cambio de horario, pero maravillados al
mismo tiempo.
Como anécdota añadiré que, para hacernos cómoda y económica
la comunicación telefónica fija, la señorita Alby (empleada del hotel), me
acompañó a una ¡farmacia! próxima para adquirir unas tarjetas con un sistema de
de clave en forma de “rasca”. Me quedé sorprendido que en un establecimiento de
ese tipo vendieran tal diversidad de artículos, aparte de los medicamentos. Por
otra parte las llamadas resultaban realmente a bajo coste.
Para facilitar la lectura y no hacer el relato tedioso en
demasía, he pensado organizarlo en párrafos resumidos en lo posible, ordenados
primero por las excursiones programadas y después por nuestros recorridos
personales, adicionales al de la tarde de llegada, referido anteriormente.
Iniciaré los primeros con letra negrita en mayúsculas y con el mismo tipo de
letra, pero en minúsculas los segundos. Aún así, temo que precisaré de varias
entradas más aparte de la presente, que aquí finalizo.