miércoles, 16 de septiembre de 2015

Viaje a Nueva York, 1



Es mi mujer muy aficionada al cine, con cierta inclinación hacia las películas estadounidenses en las que a menudo aparece Nueva York como escenario o escaparate. Esa frecuente visión en la pantalla motivó desde siempre su interés preferente por visitar esa ciudad.

Sumado ese deseo a mi innata pasión por la aventura y los viajes, el resultado fue el acuerdo inmediato de desplazarnos hasta allí en la primera ocasión propicia. Pero como suele ocurrir en estos casos, buscábamos la compañía de otra pareja o matrimonio de familiares o amigos, a ser posible que conocieran la ciudad, para acrecentar el disfrute y, en cierto modo, la seguridad.

Como pasaba el tiempo y no encontrábamos acompañantes para nuestro proyecto, mi mujer, en el verano del año 2010, propuso no esperar hasta la primavera del 2011,  fecha límite que nos habíamos propuesto y marchar nosotros solos. No lo pensamos más, así que tramitamos los requisitos burocráticos y a continuación me puse en contacto con un amigo propietario de una agencia de viajes, que había visitado la ciudad en varias ocasiones, el cual nos gestionó el vuelo, el alojamiento durante 6 noches y otros detalles necesarios para atajar incluso eventuales problemas de salud. También contratamos previamente algunas excursiones.

Aquella resultó una decisión premonitoria, pues dos tristes acontecimientos ocurridos en la familia meses más tarde, hubieran impedido el viaje, o lo hubieran demorado unos años, tal vez los suficientes para que ya se nos hubiera desvanecido la ilusión por hacerlo.


De esa forma, a las 7 de la mañana del día 24 de septiembre, despegábamos del aeropuerto de Sevilla, con destino, en principio, al de Madrid-Barajas, para enlazar a las 10 horas con el vuelo con destino a Nueva York, de una duración estimada de ocho horas y media. Cierto que se hace incómodo y tedioso tanto tiempo a bordo, pero resulta que por la diferencia de seis horas menos con respecto a nuestro huso horario, a las ¡12,30!, hora local, tomábamos tierra en el aeropuerto  J.F. Kennedy. De momento habíamos alcanzado nuestra meta.

Unidos a la enorme masa de pasajeros de distintas procedencias, formamos una larga cola para ser sometidos a controles y registros todavía más rigurosos que a los que fuimos sometidos en España. Uno por uno, nos fueron tomando en pantallas hasta las huellas dactilares de los cinco dedos de cada mano y nos hacían una fotografía facial. Solo faltó que nos dejaran “en pelotas”. Pero justo es reconocer que todo se desarrolló en orden y con un trato austero, pero correcto. Ante tales medidas de seguridad, estrictas pero necesarias, es preciso actuar con paciencia y resignación.

Sufrimos cierta incertidumbre y agobio cuando aparecimos en la terminal de llegadas y no se encontraba allí en ese momento la persona encargada de recogernos, ni disponer de cobertura en nuestros móviles a pesar de mis gestiones previas. No voy a alargarme con el detalle de esta contrariedad, que finalmente se solucionó sin grandes contratiempos, pero sí recordar nuestro agradecimiento a una señorita colombiana, compañera de viaje, que nos auxilió con su teléfono y amabilidad.


Sobre las 14,30 llegamos al hotel Cassa, un edificio blanco de 47 plantas de altura inaugurado el mes anterior, así que, la habitación reservada era confortable y flamante. La situación inmejorable, en el número 70 de la calle 45, entre la Quinta y Sexta Avenida y a cinco minutos andando de la Times Square y la zona de teatros de Broadway, o sea, en pleno dentro de Manhattan.

Como nuestro objetivo principal era recorrer lo más posible la ciudad, ya la misma tarde de la llegada, “pateamos” por nuestra cuenta gran parte de ese municipio neoyorquino, llegamos, por ejemplo a la catedral católica de San Patricio, la Gran Central Terminal, con su enorme zona comercial subterránea, el vestíbulo del edificio Chrysler, el Empire State desde el exterior.... Estábamos fascinados y, al mismo tiempo, todo nos resultaba familiar, como si ya hubiéramos estado antes allí. El trazado en retícula de esa zona urbana, distribuido en amplias avenidas y calles numeradas, nos facilitaba enormemente la orientación. Terminamos paseando y contemplando la deslumbrante iluminación nocturna y la muchedumbre de la Times Square. También nos facilitaba nuestra desenvoltura el idioma español, hablado por una parte muy significativa de la población. En fin, quedamos extenuados, teniendo en cuenta el largo viaje y el cambio de horario, pero maravillados al mismo tiempo.




Como anécdota añadiré que, para hacernos cómoda y económica la comunicación telefónica fija, la señorita Alby (empleada del hotel), me acompañó a una ¡farmacia! próxima para adquirir unas tarjetas con un sistema de de clave en forma de “rasca”. Me quedé sorprendido que en un establecimiento de ese tipo vendieran tal diversidad de artículos, aparte de los medicamentos. Por otra parte las llamadas resultaban realmente a bajo coste.


Para facilitar la lectura y no hacer el relato tedioso en demasía, he pensado organizarlo en párrafos resumidos en lo posible, ordenados primero por las excursiones programadas y después por nuestros recorridos personales, adicionales al de la tarde de llegada, referido anteriormente. Iniciaré los primeros con letra negrita en mayúsculas y con el mismo tipo de letra, pero en minúsculas los segundos. Aún así, temo que precisaré de varias entradas más aparte de la presente, que aquí finalizo.