jueves, 15 de agosto de 2013

Las herraduras.


Por uno de esos misterios que ocurren ocasionalmente en este mundo "mágico", según me han informado, he comprobado con sorpresa que ya no consta en el blog la entrada etiquetada como Infancia, titulada Las herraduras y que publiqué en Julio o agosto del año pasado. Me apenó la desaparición ya que se trata de un episodio infantil que recuerdo con nostalgia y nitidez, a pesar de los muchos años transcurridos. Afortunadamente, como por precaución, siempre conservo una copia de cuanto escribo y de las correspondientes fotos, solo es cuestión de incluirla de nuevo a modo de "cuña", pues ya siempre quedará  fuera del orden cronológico de mis relatos. Desgraciadamente, los comentarios de entonces son irrecuperables.

Respeto el texto original, pero ya que domino un poco mejor este medio, aprovecho para añadir dos fotos de buitres, carroñeros abundantes en mi niñez extremeña y protagonistas en este relato. Decía así:

Como los demás municipios de la campiña extremeña, Campillo de Llerena es básicamente un pueblo de economía agropecuaria.

En la actualidad las duras labores de campo se realizan con medios mecanicos: Tractores y cosechadoras hasta con aire acodicionado, pero cuando yo era niño apenas se veía algún tractor o alguna rudimentaria limpiadora o segadora; la siega se hacía a mano (durísimo trabajo) y  la labranza se realizaba fundamentalmente con aperos tirados por tracción animal: Yuntas de mulas.

Es por eso que entre mulas, los auxiliares burros y algún que otro caballo, contaba el pueblo con un importante número de estos animales, de los que cada año morían bastantes, como es natural.

Por falta de una ley sanitaria, o por imcumplimiento de ésta (me inclino mas bien por lo primero, porque años más tarde vi el enterramiento de un caballo, cubierto con cal víva), los cadáveres eran arrojados con frecuencia (en algún caso se aprovechaba la piel), en campos cercanos a la población, donde eran devorados por buitres.


Como la comida era abundante, el número de esos carroñeros era muy numeroso , hasta tal punto,  que en sus habituales planeos sobre el pueblo decíamos que nublaban el Sol.

En una de nuestras correrías infantiles, llegamos hasta el Cerro de las Cornejas, colina próxima al pueblo, donde el cadáver de una mula estaba siendo comido por los buitres, los que al vernos llegar levantaron el vuelo, algunos después de coger carrera para remontar, ahítos que estaban de carroña.


Aparte del morbo del espectáculo y de ver  esos  pajarracos desde cerca, avazabamos hacia ellos arrastrandonos, pero no sin cierto temor; nos atraian tambien las grandes plumas arrancadas entre ellos en su atroz lucha por el turno de comer unos antes que otros: La jerarquía animal.

Las plumas nos servían de adorno y de heroicidad, ante niños mas pequeños o menos atrevidos. Intenté volar con ellas: Una o dos plumas en cada mano, los brazos abiertos y subido a una altura de un metro aproximadamente, daba un salto intentado emular a Ícaro, pero no conseguía remontar más que el impulso. Siempre aterrizaba de mala manera. ¡Joé, con lo que me hubiera gustado volar!

Pero en esa ocasón observé algo muy valioso, la mula había sido herrada recientemente y las herraduras estaban nuevas, o sea que pesaban mucho más que las gastadas que encontrabamos habitualmente. Eran años  de una economía nacional casi autárquica, donde las materias primas, como la chatarra, escaseaban y se cotizaban.

Es por ello que decidí conseguirlas, pero no era conveniente compartir la idea con toda la pandilla,  pues  no  hubiera sido rentable, y sólo ni podía ni me atrevía a presentarme ante  aves tan grandes. No recuerdo por qué, cuando en el regreso me puse de acuerdo con otro niño,  que además no era de mis  habituales. Un niño pecoso y rubicundo ,  al que solo conocía porque salía  a jugar con nosotros por la puerta trasera de corral de su casa, que daba a mi calle. Nunca más supe de él  terminada la "misión". Tal vez estuviera en el pueblo temporalmente.

Consideramos que la hora más discreta era durante la siesta de los mayores en el riguroso verano. Y ¡qué mejor hora que las cuatro de la tarde, cuando había menos gente en el pueblo que a media noche!. Pues nada, decidido.

Pero surgió un problema a la hora de la partida: Mi escaso calzado veraniego, unas sandalias o unas alpargatas, me lo  escondían para evitar que saliera de casa a esas horas, o al menos que no me alejara de ella. (A veces la cosa llegaba a más: Me escondían los también escasos pantalones cortos y entonces no salía ni al umbral de la puerta, no era niño de "pito al aire en la calle". Era muy pudoroso).

¿Y que hacer entonces si la suerte estaba echada? Pues hacer la expedición descalzo. Descalzo también estaba el otro niño esperándome. Previamente tuve que coger unas grandes tenazas de la fragua de mi padre y con ellas como herramienta indispesable emprendimos el camino.

Comenzamos a subir la leve subida del Cerro de las Cornejas. El polvo de la vereda nos abrasaba los pies, hasta tal punto que, frecuentemente, teníamos que hacer un descanso sentados.

Llegamos por fin a nuestro objetivo y los buitres levantaron el vuelo rápidamente. Tal vez por vernos  esta vez erguidos o  a mí con las tenazas. El caso es que  dejaron su presa a nuestra disposición.

El espectáculo  que presenciamos era nauseabundo, la mula ya estaba más que medio devorada, pero nosotros a lo nuestro, pues las pezuñas estaban intactas como es lógico. Después de un duro y sudoroso trabajo conseguimos arrancar los clavos y hacernos con las  codiciadas ¡HERRADURAS!

Hicimos un reparto equitativo, dos herraduras por barba y emprendimos el regreso. Otra vez el tormento de la quemazón en los pies recorriendo la vereda.

Llegamos a uno de los escasos charcos que el arroyo próximo mantenía en verano. Nos lavamos los churretes (mezcla de sudor y polvo sobre la piel) y aliviamos los doloridos pies. Mi compañero regresó  a su casa y yo a la mía después de dejar las tenazas en la fragua de mi padre y esconder mi botín.

Cuando llegué a casa, mis padres y hermanos aún estaban somnolientos, así que mi aventura pasó desapercibida (¿o acaso se hicieron los desentendidos?)

A la mañana siguiente estaba expectante porque pasara el Tío Gomero, chatarrero del pueblo que vendía a los niños o trocaba por chatarra baratijas, bolas (canicas) y pirulines (pirulíes)  El Tío Gomero pregonaba: AL RICO PIRULÍN DE LA HABANAAAA, QUE SE COME POR  LA NOCHE Y SE CAGA POR LA MAÑANAAAAA. Los niños, amantes por lo general de lo escatológico, lo imitabamos con frecuencia.

En esta ocasión yo podía exigir más calidad, unas bolas de las buenas, que llamabamos de china o arenilla  y no las clásicas de barro cocido y pintado, que se rompian o deterioraban al primer impacto fuerte. También me venía bien  algún pirulín, para endulzar mi paladar tras las náuseas pasadas el día anterior.