martes, 22 de julio de 2014

Me la di con... ¡jabón!


Erase un día de hace ya muchos años, tantos, que no puedo recordar si el suceso al que dedico esta entrada me ocurrió a media mañana, hora del almuerzo, o a media tarde, hora de la merendilla, como así llamábamos a esas dos comidas intermedias en mi pueblo extremeño. La segunda más propia de niños.

La ingesta diaria de alimentos se distribuía en cinco tomas, a saber:

Desayuno (Al levantarse)

Almuerzo (A media mañana)

Merienda (A medio día)

Merendilla (A media tarde)

Cena (Por la noche)

En realidad, ese extenso número de comidas que da idea de abundancia y copiosa alimentación, se alejaba bastante de la realidad en la mayoría de los casos. En aquellos tiempos, me refiero a la primera mitad de los años cincuenta, el café para el desayuno o de la media tarde para los mayores, era las más de las veces sucedáneos como la achicoria o la malta. Cuando no, alguna o las más de esas comidas eran escasas, o incluso fallidas.


En la asolada España de entonces, o al menos en la parte que viví y por referencias sé que en otras zonas ocurría igual, no era extraño sufrir aún las penurias derivadas de la cruenta Guerra Civil. Incluso era trágico y lamentable, que la escasez en las casas de algunas familias, las hacía comparable a la residencia del dómine Cabra en Segovia, que tan magistralmente describe Quevedo en “El Buscón”… “Cenaron y cenamos todos y no cenó ninguno”.

Contaba yo entonces con ocho o nueve años. Era verano o, en todo caso, una fecha libre de escuela, pues acudía a mi casa con mucho apetito, procedente de mis habituales correrías y juegos infantiles. Encontré a mi madre, como de costumbre, atareada con sus interminables quehaceres domésticos. Observé un abultamiento en un bolsillo de su vestimenta, posiblemente del delantal. Imaginé que se trataba de algún alimento que me tenía reservado. Con celeridad introduje la mano y saqué un trozo de lo que me pareció de aquel exquisito queso que de forma artesanal elaboraban los pastores del lugar y que tanto me gustaba. Le di un voraz bocado (nosotros decíamos muerdo), e inicié la masticación. De pronto el paladar se me inundó de un desagradable sabor.

Solo acerté en que el producto sí era artesano, pero no precisamente queso, sino ¡jabón!, de aquel que hacían con aceites de deshecho y sosa caústica. Fue tan rápido mi movimiento, que no di tiempo a mi madre para advertirme ni tampoco a reprenderme. Más bien vi… tristeza en sus ojos.

Largo rato quedó mi boca impregnada de tan repugnante sabor. No desaparecía ni con diferentes enjuagues. Entretanto, perdí todo apetito y ganas de juego. Pero nada más superada la ingrata confusión, como niño, retorné a la ilusión de la vida.









martes, 1 de julio de 2014

Babaté


Como anunciaba en una entrada anterior, he pensado oportuno “aparcar” el tema de relatos sobre nuestros viajes y “refrescar” el blog con nuevas historias, incluso retornando a vivencias infantiles, con las que tanto disfruto. Parece cierta esa aseveración popular de que siempre nos acompaña en el interior el niño que fuimos en su día.

Para posibles lectores o lectoras que desconozcan los vocablos típicos de Extremadura, al menos, que yo sepa, de mi pueblo natal  y los de la comarca, aclaro que se llama “babaté”, en vez de la designación más generalizada de babero, a esa prenda que cuelgan al cuello a los bebés o niños pequeños.

Contaba yo unos once años cuando, a pesar de mi afición por la lectura y aplicación a la escuela, después de superada mi rebelión inicial por mi brusca incorporación, como comentaba en el capítulo que dediqué a la misma, disponía de mucho tiempo libre, sobre todo en la temporada veraniega por la inactividad de la enseñanza. De esa forma, en compañía de mi incondicional y numerosa pandilla de amigos, disfrutaba casi todo el día y parte de la noche con continuos y variados juegos o correrías por los campos próximos.

En cambio, mi primo Juan, representaba el ejemplo contrario.  Con solo algo más de dos años que yo, ya llevaba tiempo pasando a diario muy diligente por la puerta de mi casa para incorporarse al trabajo a un taller cercano de reparación de automóviles y servicio de taxis, propiedad de su familia. Por aquel entonces, también Baldomero, un niño de mi misma edad, comenzó a acompañarle para el aprendizaje.

Aquel diario ajetreo laboral de los dos niños, motivó a mi benevolente madre a reprender mi conducta: “Mira, tu primo Juan el tiempo que lleva trabajando y ahora también Baldomerito está aprendiendo un oficio de provecho, en vez de estar todo el ¡santo día! “golfeando” por esas calles, esos campos y ese arroyo como haces tú” (a mi arroyo también le dediqué un episodio infantil). En verdad que no lo decía con severidad, pues a veces comentaba en familia: “dejad que disfrute de niño, ya la vida se encargará de darle su ración de sinsabores”.

Por ser con mucha diferencia el menor de los hermanos, era el mas consentido, como suele ocurrir en estos casos, pero no mimado. Las penurias de la época no daban lugar para mimos ni caprichos, al menos en mi caso. De todos modos, aquellas comparaciones nada interesaban a mi espíritu aventurero y mis ansias de libertad, así que creí oportuno complicar un poco la vida a “mi principal modelo a seguir”: mi primo Juan. Pero siempre sin maldad, pues nunca fui niño de malas intenciones.

Mira por dónde que mi tía María  (madre de mi primo y hermana de mi madre), de una tela azul le hizo un mono de trabajo, pero de esos de peto y tirantes. Comenzó entonces a pasar con aquel atuendo y, como siempre, muy puntual y aplicado. El peto a mí me semejó un “babaté” y a partir de entonces, cada mañana lo esperaba en la puerta de mi casa y le gritaba: “Babatéee, babatéee, babatéee”. Al principio la sorpresa le hacía ignorar aquel motejeo y seguía su camino de forma indiferente, pero terminó por perseguirme indignado; aunque antes que llegara hasta mí, yo me metía en casa y cerraba la puerta.

Como suele ocurrir, el mote y mi forma de proceder se divulgó rápidamente entre mis amigos y la situación se agravó extremadamente. Durante su recorrido, el primero en la “recepción” desde la puerta de su casa para refugiarse en ella en el momento oportuno, era mi amigo Frasquito, que iniciaba el: “Babatéee, babatéee, babatéee”. A continuación, Manolito. Le seguía Josefita, que vivía en una casa muy próxima a la mía. Mi primo en venganza le voceaba: “¡Legañosa! ¡legañosa!”, pero en realidad era una niña muy linda.

Finalmente yo remataba la faena y era a quien tenía mayor inquina, por ser el provocador de su cotidiano martirio. Todos seguíamos la misma táctica de huir al interior de la casa y cerrar la puerta. Lo teníamos “amargaíto”. Podría haber cambiado el itinerario, aunque significase un pequeño rodeo, pero supongo que le resultaría humillante actuar de ese modo ante unos niños y una niña menores que él.

Un día acompañaba yo a mi madre a casa de mi tía María y ésta me regaló una escopeta de mi primo. Era de madera, modelada primorosamente de forma artesanal y supongo que con algún sistema elástico para lanzar inofensivos proyectiles. A mí, claro está, me encandiló aquel juguete en comparación con los míos que, aunque variados, casi todos estaban hechos por mí mismo de forma rudimentaria.

Supe después que cuando mi primo se interesó por su escopeta y su madre le respondió: “Se la he dado al primo Lolo, que el pobre tiene pocos juguetes·, éste cogió un tremendo cabreo por regalarla precisamente a mí, a su mayor enemigo. Temía que, en adelante, yo le voceara desde mi puerta “Babatéee”, encañonándolo con su propia “arma”

No recuerdo si llegué a hacerlo, pero sí que una mañana estaba yo más alejado de lo debido de mi casa y aún así me atreví a proceder como de costumbre. Calculé mal la distancia, me cerró el paso y no logré entrar. Me vi obligado a salir corriendo hacia el arroyo próximo, confiando que no me alcanzaría por mi velocidad, acostumbrado como estaba a constantes correteos. Creí haberlo dejado atrás y me escondí en unas casas derruidas, pero aún con los tapiales en pie y los huecos de dos puertas contiguas. Para mi sorpresa, me había seguido hasta allí. Yo correteaba por el interior de una casa a otra, pero la altura de las tapias exteriores me impedían saltarlas y él me cerraba el paso de los huecos. Yo mismo me había metido en la ratonera. Me tenía acorralado, sin escapatoria posible. ¡Por fin me atrapó!

Esperando su perdón yo sonreía de forma inocente y le repetía que de una broma se trataba, pero no hubo piedad, no podía haberla, era mucho el rencor que acumulaba, así que me arreó unos cuantos bofetones y se marchó. Yo soporté el merecido castigo estoicamente y en silencio. Después siempre comentó, que le entró un sentimiento de pena, al verme tan indefenso.

Ignoro si aquel vapuleo fue lo que me sirvió de inmediato escarmiento, o mi propia madurez y reflexión me hizo cambiar de actitud en poco tiempo. Lo cierto es que por entonces, cesé en las “hostilidades”.

A partir de aquel momento, mi primo, que vivía de forma más acomodada que yo, me obsequiaba ocasionalmente con una moneda de dos reales, de aquellas con un agujero central (cincuenta céntimos de peseta). Incluso, a veces en la feria del pueblo, me subía la “paga” a una peseta. Entonces me permitía acceder a los sabrosos helados artesanos que con tanto gusto relamía y podía prescindir de las habituales golosinas que conseguíamos con las monedas de “perra gorda” y “perra chica” (diez y cinco céntimos) que, normalmente, manejábamos la mayoría de los niños de la época.

Mi primo quedó asentado en el pueblo. Por el contrario yo, con apenas catorce años, me vi obligado a sumarme al “éxodo” extremeño (que por cierto me fue muy bien). Pero a pesar de que nuestras vidas tomaron diferentes derroteros, siempre que ha sido posible, hemos seguido manteniendo el contacto y un mutuo sentimiento de hermandad.

Como coincidió que  quienes vivimos aquel motejeo infantil emigramos pronto, el apodo de Babaté no le quedó fijado de por vida, como suele ocurrir en los pueblos. Es por ello que, en la actualidad, siempre que tiene ocasión me lo llama a mi. Intenta revertírmelo, mas por añoranza de tiempos pasados que por venganza. Logra sembrar algunas dudas entre quienes no vivieron aquellos tiempos, pero la historia real es la que acabo de contar y él lo sabe.

P.D. La foto de cabecera es un recorte de la única que me ha podido conseguir María, hija de mi primo Juan. Si la imagen es pésima, es mucho su valor, porque es una auténtica representación de aquella lejana época. Precisamente mi primo es el niño, que no vestía el mono de peto en aquella ocasión, pero si Paco Sayabera, el joven que lo acompaña y que trabajó con la familia fielmente hasta el final.