Érase un día por la mañana de
mediados de los años ochenta cuando visitaba Segovia acompañado por la familia.
Hacía poco que habíamos llegado tras nuestra estancia y hospedaje el día
anterior en Ávila, procedentes de Sevilla.
Nuestro destino final era
Bilbao, donde habíamos vivido casi once años, desde principios de 1972 hasta
avanzado el año 1982. En aquel viaje nos acompañaba también mi suegra, quien
convivió allí con nosotros en precisas temporadas. Aprovechaban mi asistencia a
determinadas reuniones laborales en la oficina central de mi empresa, para
visitar a los numerosos amigos que allí habíamos dejado y mis hijos recorrer la
zona de sus juegos infantiles.
En Segovia coincidimos con un
certamen de moda femenina. La pasarela, por donde paseaban las modelos rodeadas
de público, estaba montada al aire libre en la Plaza Mayor.
Para evitar extraviarnos, tras
la visitar la catedral, avanzábamos en fila
india bordeando la multitud. Nos dirigíamos al coche, aparcado en una calle
de las proximidades de la plaza, pues nuestra siguiente meta era visitar El
Alcázar. Marchaba yo en segundo lugar seguido de nuestros hijos, entonces aún
niños y finalmente mi suegra, todavía relativamente joven y de ágil caminar.
De vez en cuando me volvía para
vigilar que no se perdiese algún miembro de la “comitiva”. Para mi sorpresa, en
una de esas miradas de vigilancia, comprobé que, mi suegra había desaparecido.
Nunca mejor aplicado aquello de que: “como si se la hubiese tragado la tierra”.
No podía creerlo. Dí la alarma al grupo familiar: “¡Mi madre! ¡dónde está mi
madre!, ¡la abuela! ¡dónde se ha “metío”
la abuela!”. Yo aseveraba que hacía un instante marchaba tras nosotros, que no
me explicaba aquella repentina desaparición.
Deambulamos en su busca por los
alrededores sin conseguir localizarla. Se acordó entonces que sería acertado
hablar con la persona que dirigía por megafonía el desarrollo del pase de las
modelos, para que nos hiciera el favor de anunciar la desaparición por altavoz.
Me “tocó” dirigirme a quién resultó ser un joven, que al escuchar mi petición
quedó sorprendido, pero accedió a vocear: “Ha surgido un incidente, una señora
que viene de Sevilla, llamada Elvira,
se ha extraviado en la Plaza Mayor, si me escucha o alguien la ve, que sepa que
sus familiares la están esperando en… Supongo que diríamos en la puerta
principal de la catedral, por ser un punto muy próximo y de fácil localización.
Pasaba el tiempo, nuestro
agobio aumentaba y ella no aparecía, así que se consideró oportuno seguir
esperando en tanto que yo fuera “comisionado” a presentarme en las cercanas
dependencias de la Policía Local, exponer el caso y solicitar su ayuda.
Cuando me escuchó el guardia
que me atendió, no daba crédito a cuanto le decía: “¿Que una señora de Sevilla
se ha perdido en la Plaza Mayor de Segovia? ¿Que es su suegra y usted nos pide
que la busquemos? Bueno… bueno… No ha transcurrido el tiempo que fija la ley
para formular una denuncia por desaparición, de todas formas comunicaré el caso
a mis compañeros de patrulla, para que inicien su búsqueda”. Yo comprendía que
era una situación con un fondo de cierta comicidad, más por esa mala fama
popular de la figura de las suegras, que en la mayoría de los casos no se
ajusta a la realidad. Desde luego no era el mío, pues mantuve con ella una
larga pero afectuosa relación, no exenta de algún “roce” propio de toda
convivencia por armoniosa que ésta sea. Pero en aquel momento no estaba yo con
humor para seguir la sana ironía del policía, pero sí agradecer su buena
disposición por ayudarnos.
Pasaba el tiempo y mi suegra no
aparecía, de nada sirvieron las llamadas por altavoz, ni las posibles
averiguaciones de la Policía Local, así que determinamos desplegarnos y
recorrer de nuevo las inmediaciones por nuestra cuenta. Por fin dimos con ella
de forma fortuita, cuando deambulaba sin rumbo fijo.
Estaba atacada de los nervios,
con su genio vivo nos culpaba de su extravío, pero no sabía explicar por donde
se fue. Su estado de angustia no le permitió prestar atención alguna a las
llamadas por altavoz en su búsqueda. La única explicación posible que
encontrábamos, era que un puntual movimiento de la multitud la desconectase de
nosotros.
Afortunadamente todo quedó en un
largo rato de intranquilidad, pero suficiente para generar tal tensión, que
abortó nuestros planes. Perdimos todo interés por la visita turística. Perdimos
hasta el apetito, pues allí pensábamos comer. De inmediato se produjo la
“espantá”. Reanudamos el viaje hasta Bilbao, donde llegamos al atardecer,
previa parada en Sepúlveda, por la necesidad de comer algo.
Aquí termina la historia de “la
niña perdida y hallada en Segovia”. Después, como suele ocurrir en estos casos,
con el tiempo, todo quedó en una graciosa anécdota, muchas veces recordada.