jueves, 6 de diciembre de 2018

Ciudades Imperiales, 3.



Jueves, 26 de julio de 2018.-

      Muy temprano, a las 7:15, partía nuestro autobús desde el hotel con destino a Praga. Prevista una parada en el camino.

      Panorama similar al de la ruta desde Budapest a Viena: extensas llanuras boscosas y campos de girasol o maíz, aunque en esta ocasión pasamos cerca de una población importante: Brno, capital de Moravia, una de las regiones que componen la República Checa.

No lejos de allí se extendía un gran pantano, acondicionado además con zonas recreativas y algunas viviendas de residencia veraniega.

      Llegamos a Praga, como estaba programado, a la hora de comer. Nada más terminar el almuerzo se nos unió la guía local, checa, de nombre Elena, quien nos acompañó en todas las excursiones.

      (Importante el consejo previo de Leticia de usar calzado cómodo, porque las calles estaban empedradas con pequeños adoquines cuadrados y el recorrido fue de unas tres horas. También muy a propósito su consejo de prestar la máxima atención al paso de los tranvías, que circulaban con preferencia absoluta, o bien, cuidado al atravesar por los semáforos, porque en Praga, el “muñequito” se pone rojo en pocos segundos. Apenas da tiempo de atravesar la calle).


      Bien, pues comenzamos por Nové Mesto, Ciudad Nueva, hasta parar en la Plaza de la República para contemplar la Casa Municipal y la Torre de la Pólvora. Seguimos por calles comerciales y peatonales. Bellos escaparates con exposición de figuras talladas con el famoso cristal de Bohemia, región de la que Praga es capital además de la del estado. También son típicas las joyas con granate, piedra semipreciosa de ese color y de gran dureza.

      Continuamos dejando a nuestra izquierda la  Plaza de San Wenceslao y en su fondo el Museo Nacional (a ese lugar me referiré más delante de forma detallada).


      Llegamos poco antes de las 15:00 horas a Stare Mesto, Ciudad Vieja, y a su plaza principal, donde se encuentra el famoso reloj astronómico de época medieval. Esperamos que marcara la hora exacta para escuchar las campanadas y ver las figuras de los doce apóstoles girando, aunque fue un tanto simulado porque el reloj se encontraba en reparación.


      Después de un tiempo libre, continuamos hasta atravesar el río Moldava por el majestuoso puente de Carlos, peatonal, de gran anchura y decorado con numerosas estatuas y transitado de forma constante por multitud de personas.

      Reunidos de nuevo en las torres del otro lado del puente, paseamos por el bello barrio de Malá Strana, Ciudad Pequeña. Allí nos indicó Elena la calle de la iglesia donde se encuentra el Niño Jesús de Praga.

      A la vista de las numerosas carpas que nadaban en el estanque de unos jardines, nos comentó Elena, que son frecuentes los criaderos de esos peces en el país. Aderezados y al horno son comida típica de Navidad. Sabía que para nosotros (ella conocía España) es un pescado de tercera categoría, pero que, como la República Checa está muy alejada del mar, la oferta de pescado fresco es muy limitada y costosa.

      Terminada la visita, retornamos al hotel con el autobús. Descanso y cena a hora temprana.

      Como era pronto para recogernos, nosotros paseamos por el entorno y nos encontramos con una rotonda en medio de una plaza, donde había un furgón con servicio de bebidas, generalmente cerveza. Ambiente muy animado. Disponían de mesas, sillas, incluso hamacas. Muchas personas acudían con algo de comida. Debía ser un espacio municipal. Nos comentaron que aprovechaban la corta temporada de buen tiempo para disfrute en la calle.

Nos sentamos, pedimos la afamada cerveza checa que, ciertamente, resultó exquisita y a muy buen precio. Los camareros muy agradables. Me entendí con ellos hablando un poco de español, un poco de inglés y un mucho de simpatía por su parte.

Motivados por esa animación (incluso hubo baile en una ocasión), visitamos la zona las tres noches de estancia en Praga. Pasamos gratos momentos, a veces con compañeros del grupo.

Viernes, 27 de julio.-


      Esa mañana visitamos la zona monumental llamada del Castillo, situada en una colina con maravillosas vistas de la ciudad.

      Entramos en la catedral de San Vito, donde se encuentran numerosos sepulcros notables, entre ellos el del propio San Vito, San  Juan Nepomuceno y el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Fernando I, quien fuera hermano de nuestro Carlos I.

También se custodia el tesoro y las joyas de la corona. Para su acceso se precisan 7 llaves, cada una en poder de diferentes autoridades de alto rango.


      Después de visitar el Palacio Real, recorrimos el llamado Callejón del Oro, de pintorescas casas de apariencia humilde. La número 22 fue adquirida por la hermana del escritor Kafka, para que éste pudiera retirarse a escribir tranquilo.


      Desde la zona del Castillo podíamos divisar otra colina, también con bellas vistas panorámicas, llamada de Petrin, donde se erige una torre del mismo nombre, que se parece a la torre Eiffel. Aunque su altura es solo de 63 metros, los nativos comentan con humor, que es tan alta como la parisina. Claro que, para ello no cuentan la base del monte.

      Bajamos caminando por una zona de viñedos llamados de San Wenceslao, hasta llegar al restaurante concertado para la comida. Después del almuerzo, nosotros retornamos en autobús al hotel. Tarde libre.

      Tras un tiempo de descanso, nosotros nos desplazamos en metro, como así llaman también en Praga a ese medio de transporte, hasta la parte antigua. Las líneas están a una profundidad considerable y los trenes circulan a gran velocidad.


      Primero nos dirigimos al barrio judío para visitar una de las principales sinagogas de la ciudad. Llegamos gracias a las indicaciones de unas señoras, al parecer madre e hija. Las menciono como recuerdo de gratitud hacia ellas por tanta amabilidad. Se estaban comiendo sendos helados, pero que no llegaron a terminar por atendernos. Tras consultar detenidamente un mapa, al final nos indicaron en inglés que tomáramos la tercera calle a la izquierda.


En las inmediaciones de la sinagoga nos encontramos con una familia compañera del grupo, que nos orientó hasta un importante cementerio judío.

Es frecuente ver en el suelo unas placas cuadradas de latón con inscripciones de víctimas del Holocausto. No se me ocurrió tomar alguna foto oportuna más representativa que la expuesta, pues solo recoge una de ellas.  

      Continuamos callejeando hasta llegar al puente de Carlos, lo cruzamos y llegamos hasta la iglesia donde se encuentra el Niño Jesús de Praga. Nos sorprendió el recogimiento de los fieles allí presentes. En realidad, esa actitud era común en el interior de los templos que visitamos en cualquiera de las tres capitales.

      A la vuelta íbamos con idea de llegar a las cercanías de la plaza donde está el reloj astronómico, porque allí habíamos visto unos típicos puestos de comida y esa noche, como todas las segundas de estancia en cada ciudad, no teníamos incluida la cena.

      Embocamos por una calle equivocada y nos extraviamos. Vimos a un grupo de españoles, a cuyo frente iba una señora portando una varilla con un lazo arriba a modo de guía y me dirigí a ella para preguntarle. Empezó a reírse y se volvió al grupo para decirles que hacía tan bien su labor que hasta dos extraviados como nosotros le preguntaban. Yo “piqué el anzuelo”, pero al final todos nos reímos, fue muy divertido, aunque tampoco conocían la orientación precisa. Al final preguntando por aquel laberinto de calles de la Ciudad Vieja, llegamos a nuestro destino.

      Tomamos el metro de regreso en una de las estaciones que parten de la fachada de un edificio. Ya nos indicaron que eran frecuentes, pero que mirásemos bien, porque solo ponen el nombre de la estación, sin logotipo llamativo.

      Antes de recogernos en el hotel, nos detuvimos de nuevo en la animada rotonda a que antes hice referencia. Allí se personaron varios compañeros. Compartimos un grato encuentro con un amable matrimonio de Urioste, Ortuella (Vizcaya), que ya conocíamos desde Budapest. Curiosamente, aquí toma realidad el dicho de que “el mundo es un pañuelo”, pues ellos fueron vecinos y son amigos de una familia muy querida por mí desde los tiempos de mi larga etapa bilbaína.

Con la próxima entrada daré término a estos relatos.