Jueves
27 de julio de 2017.
Esa mañana, de regreso a Roma,
tras el ciclo de visitas a Florencia, Lucca y Pisa, paramos en primer lugar,
como estaba programado, para conocer la ciudad de San Gimignano, Patrimonio de la Humanidad y conocida como la Nueva York Medieval, pues aún conserva
numerosas torres de notable altura de las 72 que llegó a tener en la Edad
Media.
Dispuestos para bajar del
autobús aparcado a las afueras, pues el municipio se encuentra amurallado y el
casco urbano exento de tráfico, Isabel, me comentó: “Manolo, no te pierdas de
nuevo, que cada vez que lo haces pierdes a cinco personas más contigo”. Me lo
dijo con su habitual sentido del humor, pues sabía que no fui responsable de
los extravíos precedentes. Aquello ocurrió por simple coincidencia.
Accedimos a la ciudad por una
puerta de la muralla y en aquella ocasión, que no precisamos de guía local, recorrimos
por nuestra cuenta sus bellas calles y plazas y contemplamos sus altas torres.
Coincidió también la visita con un día de animado mercado al aire libre de
variados productos.
A la hora acordada, una vez
reunido el grupo en un punto previamente fijado, marchamos hasta unas bodegas
para tomar un aperitivo y degustar uno de sus afamados vinos blancos, en ese
caso el denominado Vernaccia, según
lo establecido en las prestaciones del viaje.
A continuación, era ya mediodía
cuando llegamos caminando un largo trecho desde donde nos dejó el autobús hasta
la Plaza del Campo de Siena, donde compiten en carreras de
caballos los 17 barrios que componen la ciudad, en disputa por el famoso Palio;
carreras que se celebran tradicionalmente los día 2 de julio y 16 de agosto de
cada año. En todo caso, añaden alguna más en ocasiones memorables.
Nos impresionó su extensión y
belleza, así como la muchedumbre que la ocupaba, hasta el punto de que muchas
personas descasaban simplemente sentadas en el suelo. Desde allí nos dirigimos
al restaurante concertado para la
comida.
Ya después de comer nos acompañó
la guía local. Recorrimos numerosas calles adornadas con motivos que
identifican al barrio al que pertenecen. Nos mostró el icono que lucía ella
misma: el de La Jirafa, que dijo que es el mejor por ser el suyo y había
vencido en la última carrera disputada, aunque reconoció que el más laureado es
el de La Oca.
Llegamos a una plaza en la que
contemplamos un templo de magnífica fachada. Para acceder al mismo era preciso
subir una ancha escalinata, en aquel momento repleta de gente sentada. Supuse
que era la famosa catedral de Siena, pero no, era simplemente el baptisterio. Para la ver la catedral
aún habíamos de subir varias calles empinadas.
Mi mujer ya caminaba con los
talones heridos hasta sangrar, por lo que decidió descansar y quedarse allí
sentada. Acordamos que yo subiera con el grupo para ver la catedral, para cuya visita Isabel se había encargado de sacar las
entradas. La vista de su fachada nos resultó maravillosa por su arquitectura en
mármol y por su colorido.
Bajé para acompañar a mi mujer,
quien me convenció que no perdiera la ocasión de visitar su interior, pues allí
se encontraba segura y entretenida con el gentío y no portaba objetos de valor.
Me acerqué de nuevo y pude localizar a nuestro grupo para entrar. Me alegré
sobremanera de ver el interior, pues
me resultó de una belleza incomparable.
Terminada la visita retorné con
mi mujer, tras quedar con Isabel que nosotros los esperábamos en la Plaza del
Campo, mientras terminaban ya el breve recorrido aún previsto.
Una vez todos reunidos, paseamos
hasta el autobús para terminar el trayecto en Roma. Nos alojamos durante tres noches en un hotel
de la cadena española Barceló como el de la llegada, pero en ese caso el Arán
Mantegna, ambos de 4 estrellas, pero alejados del centro de la ciudad. Ese día
teníamos incluida la cena, pero en adelante solo el desayuno.
Viernes
28 de julio.
Comenzaron las visitas en Roma.
La primera programada era el Vaticano.
Se requería llegar temprano para agilizar los trámites de entrada.
Isabel fijó la partida del autobús desde la puerta del hotel a las 7:30, pero
por retraso de dos personas recientemente incorporadas al grupo, se demoró la
salida a las 8.00.
(Previamente a la salida, la
amable Lucía entregó a mi mujer unas tiras adhesivas apropiadas para cubrir las
heridas de los talones que, en adelante,
le aportaron un notable alivio para caminar.)
A pesar de la demora, la guía
local, quien se unió a nosotros en la zona de acceso al Vaticano, ya
repleta de colas para entrar, consiguió aligerar los trámites de acceso,
a los que siguieron unos rigurosos controles de seguridad.
El distante camino desde el
hotel nos permitió contemplar desde la ventanilla del autobús una amplia
panorámica de la ciudad: las Termas de Caracalla, que no las suponía tan
extensas; el inmenso campo que ocupaba el circo Máximo; el río Tíber y varios
de sus puentes; el Castillo de Sant´Angelo, a lo lejos; algunas columnas del
Foro…
Ya dentro de la zona monumental
del Vaticano, fuimos recorriendo galerías, salas, museos, patios y jardines.
Todo el conjunto repleto de bellas obras de arte que la guía nos iba explicando
de forma amena y experta; tantas que, como muestra representativa, solo expongo
la foto de la estatua griega de
Lacoonte.
Seguimos hasta la Capilla
Sixtina, donde tuvimos un tiempo libre y la posibilidad de sentarnos en
escalinatas laterales para contemplar embelesados la belleza de los frescos,
especialmente los famosos de Miguel Ángel que decoran la bóveda. Con frecuencia
recordaban la obligación de guardar silencio y la prohibición de tomar
fotografías.
Después, continuó la visita al
interior de la basílica de San Pedro. Quedamos impresionados por las colosales
dimensiones del templo y las numerosas obras de arte que encierra. Por destacar
alguna, citaré la Piedad de Miguel Ángel, situada a la derecha de la entrada, y
el baldaquino de Bernini, cercano al
retablo.
En el suelo de mármol de
diferentes tonos, observé un círculo con letras doradas donde figura la
catedral de Sevilla como la tercera de la cristiandad en dimensiones, tras la
propia basílica de San Pedro y la catedral de San Pablo de Londres.
Salimos a la plaza de San
Pedro, abarrotada de gente, incluso de vendedores ambulantes, pues aunque
pertenece al Estado del Vaticano, es fácil acceder a la misma. También nos
encontramos con una larga cola para visitar la Basílica, cuya entrada desde
allí es gratuita.
Después, dispusimos de un
tiempo libre para dar una vuelta por el entorno externo, lleno de tiendas y
bares, hasta acercarnos al autobús y continuar al restaurante para el almuerzo.
Después de la comida, continuamos
un recorrido en autobús, con parada cerca del Coliseo, con tiempo para bajarnos y hacer fotos. Una vez
estacionado el autobús, fuimos conducidos paseando, entre otras calles, por la
famosa Vía Véneto, hasta llegar a la Fontana de Trevi, concurrida de público
como es habitual, lo que hacía difícil acercarse a tirar las monedas al agua
para cumplir con el ritual.
Nos fueron concedidos veinte
minutos de tiempo libre y se fijó un punto de encuentro para luego continuar el
itinerario. Pregunté a la guía local si teníamos previsto pasar por la cercana Plaza de España y me respondió que no estaba incluida en el
recorrido.
Me senté junto a mi mujer en un banco de una placita próxima y
como yo tenía especial interés en visitarla, pregunté al señor de un quiosco
que cuánto se tardaba en llegar caminando, me respondió que unos diez minutos,
pero añadió señalándose: “Ma io cinque”,
así me tocó la moral y le respondí: “Ma io
quattro”.
No lo pensé más, me puse en
camino mochila al hombro y paso rápido. Efectivamente, llegué en cinco minutos,
hice algunas fotos del entorno y regresé de inmediato, pero mira por dónde que
en aquella ocasión, seguro que por la tensión de las prisas, sí fui yo quien
confundió algunas calles y retrasé el retorno unos minutos; los suficientes
para que el grupo ya hubiese continuado el recorrido, por lo que en el punto de
encuentro solo encontré a mi mujer bastante nerviosa y enfadada.
Fui bronqueado con razón y no
tuve otra opción que recurrir de nuevo al teléfono para llamar otra vez a
Isabel. Me preguntó que quién era, (aunque de sobras lo sabía), que dónde
estaba y cuándo había llegado. Le respondí que en el lugar acordado desde hacía
cinco minutos.
De inmediato tenía a Isabel
junto a mí. Me dijo: “¡No mientas a una guía!... ¡Acabas de llegar, yo estaba
ahí mismo, te he visto pasar corriendo, sudando y con la mochila a la espalda!”
En realidad, no pretendía mentir por unos minutos más o menos, que no es mi
estilo, sino evitar tensar más la situación.
Isabel, como responsable del
grupo, se había quedado por allí vigilante y reconoció que, de forma
premeditada y pícara, dejó que yo solo llegara hasta mi mujer para escuchar la
merecida bronca. Nos acercó hasta donde estaban todos los demás y la guía
local. Luego, Isabel me dijo que admiró mi determinación de aprovechar la
ocasión que tuve, que tal vez no se repitiera, de llegarme hasta la Plaza de
España. Mantuvimos una relación amistosa que recuerdo con agrado.
Pasamos cerca de la Columna de
Trajano, pero sin detenernos, continuamos para visitar el Panteón de Agripa, mandado construir por el emperador Adriano.
Impresionante e increíble que se mantenga casi intacta su arquitectura tras
casi dos milenios. Su imponente cúpula compuesta por casetones de hormigón,
tiene un diámetro mayor que el de la cúpula de la Basílica de San Pedro.
En su interior se encuentran
las tumbas de varios reyes y reinas
de Italia y también, como excepción, la de Rafael,
quien siempre quiso que lo enterraran allí. Cumplieron su deseo por su buena
fama como artista y persona y por su temprana muerte.
Finalizamos la jornada
turística en la Plaza Navona, donde
disfrutamos de su entorno, monumentos y ambiente. Cerca de allí recogió el
autobús a cuantos optamos por regresar al hotel.
Toda la organización se venía
desarrollando a la perfección con el programa establecido, pero ese día, a mi
parecer, se dieron dos aspectos negativos:
La Columna de Trajano es un
monumento de gran valor histórico, que recoge en relieve los hechos de la
conquista de la Dacia. Merecía al menos, una breve parada y una explicación.
En cuanto a la Plaza de España
de Roma, mundialmente conocida, su visita debía estar necesariamente incluida
en el itinerario turístico, más cuando la expedición se componía de españoles.
Todo esto lo digo además cuando
comprobamos que al final, en la Plaza Navona, dispusimos de tiempo más que
sobrado hasta la llegada del autobús.
Esa noche la cena no estaba
incluida en el precio del viaje, así que determinamos cenar en un restaurante
próximo al hotel, llamado Mucca Pazza,
o sea, La Vaca Loca.
En ese caso, Emilio, hijo de
Lucía, pidió una pizza para él y su madre,
con idea de acompañarla y comerla en la habitación, así que, del grupo
que solíamos reunirnos más habitualmente, ya nombrado en anterior ocasión,
quedamos diez comensales: Carlos y Emilia, Blanca y Rafa, Emilio y Clemen, mi
mujer y yo, más Vicente y Chema.
Chema, como cocinero
profesional se hizo cargo de la comanda. Hasta la llegada de la comida, como el
barril de cerveza no podía estar más a propósito tan cercano a nosotros, ésta
corría en abundancia, al menos entre los hombres. Al camarero italiano ya lo
teníamos un tanto aturdido con tantas idas y venidas. Siguieron abundantes
entrantes, tantos que nos dábamos ya por cenados, en todo caso esperábamos
algunas pizzas para repartir encargadas por Chema, pero por alguna falta de
entendimiento nos llegaron ¡diez y de las grandes!, una por persona. Imposible
engullir tal cantidad. Los italianos no nos advirtieron, pero eso sí, muy
atentos, nos proporcionaron unas cajas para envasar el sobrante y conservarlo
para mejor ocasión. Al final, todo fueron risas y gozamos de una reunión
memorable.
Continuará...