Como anunciaba en una entrada
anterior, he pensado oportuno “aparcar” el tema de relatos sobre nuestros
viajes y “refrescar” el blog con nuevas historias, incluso retornando a
vivencias infantiles, con las que tanto disfruto. Parece cierta esa aseveración
popular de que siempre nos acompaña en el interior el niño que fuimos en su
día.
Para posibles lectores o
lectoras que desconozcan los vocablos típicos de Extremadura, al menos, que yo
sepa, de mi pueblo natal y los de la comarca,
aclaro que se llama “babaté”, en vez
de la designación más generalizada de babero, a esa prenda que cuelgan al
cuello a los bebés o niños pequeños.
Contaba yo unos once años
cuando, a pesar de mi afición por la lectura y aplicación a la escuela, después
de superada mi rebelión inicial por mi brusca incorporación, como comentaba en
el capítulo que dediqué a la misma, disponía de mucho tiempo libre, sobre todo
en la temporada veraniega por la inactividad de la enseñanza. De esa forma, en
compañía de mi incondicional y numerosa pandilla de amigos, disfrutaba casi
todo el día y parte de la noche con continuos y variados juegos o correrías por
los campos próximos.
En cambio, mi primo Juan,
representaba el ejemplo contrario. Con
solo algo más de dos años que yo, ya llevaba tiempo pasando a diario muy
diligente por la puerta de mi casa para incorporarse al trabajo a un taller
cercano de reparación de automóviles y servicio de taxis, propiedad de su
familia. Por aquel entonces, también Baldomero, un niño de mi misma edad, comenzó
a acompañarle para el aprendizaje.
Aquel diario ajetreo laboral de
los dos niños, motivó a mi benevolente madre a reprender mi conducta: “Mira, tu
primo Juan el tiempo que lleva trabajando y ahora también Baldomerito está
aprendiendo un oficio de provecho, en vez de estar todo el ¡santo día!
“golfeando” por esas calles, esos campos y ese arroyo como haces tú” (a mi arroyo también le dediqué un
episodio infantil). En verdad que no lo decía con severidad, pues a veces
comentaba en familia: “dejad que disfrute de niño, ya la vida se encargará de
darle su ración de sinsabores”.
Por ser con mucha diferencia el
menor de los hermanos, era el mas consentido, como suele ocurrir en estos
casos, pero no mimado. Las penurias de la época no daban lugar para mimos ni
caprichos, al menos en mi caso. De todos modos, aquellas comparaciones nada
interesaban a mi espíritu aventurero y mis ansias de libertad, así que creí
oportuno complicar un poco la vida a
“mi principal modelo a seguir”: mi primo Juan. Pero siempre sin maldad, pues
nunca fui niño de malas intenciones.
Mira por dónde que mi tía María
(madre de mi primo y hermana de mi madre),
de una tela azul le hizo un mono de trabajo, pero de esos de peto y tirantes.
Comenzó entonces a pasar con aquel atuendo y, como siempre, muy puntual y
aplicado. El peto a mí me semejó un “babaté” y a partir de entonces, cada
mañana lo esperaba en la puerta de mi casa y le gritaba: “Babatéee, babatéee,
babatéee”. Al principio la sorpresa le hacía ignorar aquel motejeo y seguía su camino de forma indiferente, pero terminó por perseguirme
indignado; aunque antes que llegara hasta mí, yo me metía en casa y cerraba la
puerta.
Como suele ocurrir, el mote y
mi forma de proceder se divulgó rápidamente entre mis amigos y la situación se
agravó extremadamente. Durante su recorrido, el primero en la “recepción” desde
la puerta de su casa para refugiarse en ella en el momento oportuno, era mi
amigo Frasquito, que iniciaba el: “Babatéee, babatéee, babatéee”. A
continuación, Manolito. Le seguía Josefita, que vivía en una casa muy próxima a
la mía. Mi primo en venganza le voceaba: “¡Legañosa! ¡legañosa!”, pero en
realidad era una niña muy linda.
Finalmente yo remataba la faena
y era a quien tenía mayor inquina, por ser el provocador de su cotidiano
martirio. Todos seguíamos la misma táctica de huir al interior de la casa y
cerrar la puerta. Lo teníamos “amargaíto”. Podría haber cambiado el itinerario,
aunque significase un pequeño rodeo, pero supongo que le resultaría humillante
actuar de ese modo ante unos niños y una niña menores que él.
Un día acompañaba yo a mi madre
a casa de mi tía María y ésta me regaló una escopeta de mi primo. Era de madera,
modelada primorosamente de forma artesanal y supongo que con algún sistema elástico
para lanzar inofensivos proyectiles. A mí, claro está, me encandiló aquel
juguete en comparación con los míos que, aunque variados, casi todos estaban
hechos por mí mismo de forma rudimentaria.
Supe después que cuando mi
primo se interesó por su escopeta y su madre le respondió: “Se la he dado al
primo Lolo, que el pobre tiene pocos juguetes·, éste cogió un tremendo cabreo por regalarla precisamente a mí,
a su mayor enemigo. Temía que, en
adelante, yo le voceara desde mi puerta “Babatéee”, encañonándolo con su propia
“arma”
No recuerdo si llegué a
hacerlo, pero sí que una mañana estaba yo más alejado de lo debido de mi casa y
aún así me atreví a proceder como de costumbre. Calculé mal la distancia, me
cerró el paso y no logré entrar. Me vi obligado a salir corriendo hacia el
arroyo próximo, confiando que no me alcanzaría por mi velocidad, acostumbrado
como estaba a constantes correteos. Creí haberlo dejado atrás y me escondí en
unas casas derruidas, pero aún con los tapiales en pie y los huecos de dos
puertas contiguas. Para mi sorpresa, me había seguido hasta allí. Yo correteaba
por el interior de una casa a otra, pero la altura de las tapias exteriores me
impedían saltarlas y él me cerraba el paso de los huecos. Yo mismo me había
metido en la ratonera. Me tenía
acorralado, sin escapatoria posible. ¡Por fin me atrapó!
Esperando su perdón yo sonreía
de forma inocente y le repetía que de una broma se trataba, pero no hubo
piedad, no podía haberla, era mucho el rencor que acumulaba, así que me arreó unos cuantos bofetones y se
marchó. Yo soporté el merecido castigo estoicamente y en silencio. Después siempre comentó, que le entró un sentimiento de pena, al verme tan indefenso.
Ignoro si aquel vapuleo fue lo
que me sirvió de inmediato escarmiento, o mi propia madurez y reflexión me hizo
cambiar de actitud en poco tiempo. Lo cierto es que por entonces, cesé en las
“hostilidades”.
A partir de aquel momento, mi
primo, que vivía de forma más acomodada que yo, me obsequiaba ocasionalmente
con una moneda de dos reales, de aquellas con un agujero central (cincuenta
céntimos de peseta). Incluso, a veces en la feria del pueblo, me subía la
“paga” a una peseta. Entonces me permitía acceder a los sabrosos helados
artesanos que con tanto gusto relamía
y podía prescindir de las habituales golosinas que conseguíamos con las monedas
de “perra gorda” y “perra chica” (diez y cinco céntimos) que, normalmente,
manejábamos la mayoría de los niños de la época.
Mi primo quedó asentado en el
pueblo. Por el contrario yo, con apenas catorce años, me vi obligado a sumarme
al “éxodo” extremeño (que por cierto me fue muy bien). Pero a pesar de que
nuestras vidas tomaron diferentes derroteros, siempre que ha sido posible,
hemos seguido manteniendo el contacto y un mutuo sentimiento de hermandad.
Como coincidió que quienes vivimos aquel motejeo infantil
emigramos pronto, el apodo de Babaté no le quedó fijado de por vida, como suele
ocurrir en los pueblos. Es por ello que, en la actualidad, siempre que tiene
ocasión me lo llama a mi. Intenta revertírmelo, mas por añoranza de tiempos
pasados que por venganza. Logra sembrar algunas dudas entre quienes no vivieron aquellos tiempos, pero la historia real es la que acabo de contar y él lo sabe.
P.D. La
foto de cabecera es un recorte de la única que me ha podido conseguir María,
hija de mi primo Juan. Si la imagen es pésima, es mucho su valor, porque es una
auténtica representación de aquella lejana época. Precisamente mi primo es el
niño, que no vestía el mono de peto en aquella ocasión, pero si Paco Sayabera,
el joven que lo acompaña y que trabajó con la familia fielmente hasta el final.