Siguiendo el
hilo de la entrada anterior, he de aclarar que nos alojamos en Piedralaves por confusión. El nombre
del hotel coincidía con el de Hoyos del Espino, localidad que mi mujer y yo
conocíamos de una ocasión anterior, mucho más próxima a la Plataforma de Gredos
y antesala para subir a la montaña. Pero luego nos alegramos del error, porque
el municipio donde paramos es de mayor población y con un servicio de
restauración más variado. Además, la distancia no nos arredró, así que a la
mañana siguiente, día 14 de julio, emprendimos la deseada expedición.
La Plataforma de Gredos es un amplio
espacio de aparcamientos en la montaña, último lugar permitido para la llegada
de automóviles cuando la ausencia de nieve lo hace posible. Entonces el
movimiento de vehículos es constante, incluso la Guardia Civil hace acto de
presencia de vez en cuando. También hay un quiosco con servicio de bebidas y
algunos comestibles. En esas condiciones, nuestras mujeres optaron por
esperarnos allí, mientras mi cuñado y yo emprendíamos la subida al Circo de
Gredos y la Laguna Grande y a pesar de que el tiempo estimado para la ida y
vuelta es de unas cinco horas.
Comenzamos
la caminata por el sendero preparado al efecto. La dificultad de la subida es considerada
como de nivel medio. Como hacía una temperatura bonancible, íbamos equipados
con ropa y calzado normales. Eso sí, llevábamos cada uno un palo que nos habían
prestado, de esos barnizados y con un aro de cuerda arriba, que nos daba más
aspecto de peregrinos que de montañeros. Precisamente, nos cruzamos con un
experto senderista cuando ya caminábamos algo fatigados e indecisos en
proseguir o darnos la vuelta, quien nos animó continuar y nos aconsejó: “Hay
que subir como un viejo, para bajar como un joven”, o sea, que dosificáramos
las energías. Seguimos su acertado consejo.
Cuando
alcanzamos nuestra meta y pudimos contemplar el Circo de Gredos, donde
destaca el Pico Almanzor con casi 2.600 metros de altitud y en el fondo la
llamada Laguna Grande, quedamos
asombrados por la belleza del panorama que contemplábamos. En particular sentí
una gran alegría por saber que posiblemente mis facultades físicas no me
permitirían repetir aquella "hazaña". No bajamos a la laguna por no
hacer esperar más a nuestras mujeres, aun así invertimos algo más de cuatro
horas en la caminata. Pero mereció la pena.
Tanto a la
ida como a la vuelta, desde la mitad del camino, fueron muy numerosos los
grupos de Capra Hispánica que
pudimos observar, incluso en nuestra proximidad. A veces permanecían tumbadas
en las rocas mirándonos tranquilamente, pero se retiraban de forma esquiva en
cuanto amagábamos el intento de acercarnos.
El día 15 de
julio dimos por terminado aquel apasionante viaje e iniciamos el regreso a
Sevilla, pero como de costumbre, sin prisa alguna y haciendo las paradas
oportunas. No podía faltar el ritual en la piscina
natural y playa fluvial de Pedro
Chate, en el término de Jaraíz de la Vera (Cáceres), para la comida, el
descanso y el baño refrescante de mi cuñado Eduardo.
En aquella
ocasión, una vez más, también visitamos Trujillo.
En esta pequeña ciudad (como ocurre en otros lugares de Extremadura), sobre
todo en el entorno de su bella Plaza Mayor rodeada de palacetes y caserones de
piedra y la monumental estatua ecuestre a Francisco Pizarro, parece como si el
tiempo se hubiera detenido. Si las piedras hablaran, recordando aquel
programa que hace años emitían por televisión, seguro que nos hablarían de
nuestra lejana aventura americana.
A primeras
horas de la noche regresamos a Sevilla y dimos por concluido el viaje, pero
como suele ocurrir en esos casos, tuvimos tema para amenas tertulias durante
una temporada y proyectos para la ruta del año siguiente.