lunes, 26 de noviembre de 2012

Torrelaguna



Corría el año 1959 cuando mi hermana Chari con su niño de unos meses nacido en Aranjuez, se trasladó a vivir a Torrelaguna, siguiendo a su marido que había encontrado trabajo de conductor (también era un experto mecánico) de un camión para el acarreo de materiales para unas obras de ampliación que se estaban realizando entonces en el Canal de Isabel II que abastece de agua a Madrid. Torrelaguna es un pueblo situado hacia el norte de la comunidad madrileña y no muy lejos de la sierra. Como esa hermana se hizo la principal responsable de atenderme, pues yo aún contaba con 15 años, dejé el trabajo en la tienda de Aranjuez y me fui a vivir con ella, llegando a Torrelaguna a principios de septiembre del año citado.

Un tiempo depués encontré un nuevo empleo, esta vez de aprendiz de chapista, con dos profesionales que habían llegado de Madrid aprovechando el aumento temporal de la flota de vehículos. Pero cuando ya estaba haciendo mis "pinitos" con la soldadura autógena con bombonas de oxígeno y acetileno a presión (incluso conocí los antiguos gasogénos de carburo), mi aprendizaje quedó truncado por la inesperada desaparición de la escena de esos individuos, que no dejaron ni rastro. Resultaba gracioso ver por el pueblo algunos vehículos parcheados con las imprimaciones previas al pintado y a los dueños con un cabreo tremendo porque en algún caso hasta habían anticipado dinero. La "gracia" también me salpicaba a mí, que no cobré ni un duro después de varios meses de trabajo.

Durante una temporada de paro forzoso, yo acompañaba ocasionalmente a mi cuñado en sus viajes, más por entretenimiento que como ayudante, que tampoco era necesario. Pero terminadas las obras o reducidas a un mínimo de trabajo, él precisó un nuevo empleo que consiguió finalmente como conductor en La Quesera Torrelagunense, conocida popularmente en el pueblo como La Quesería. No tardé mucho en incorporame también a esa empresa, o sea, que ahora, para variar, me convertí en quesero.

Mi cuñado y yo salíamos de madrugada con el camión para ir recogiendo la leche de oveja entre los ganaderos de la comarca, por territorio de las provincias de Madrid y Guadalajara. Los inviernos en esas estepas castellanas son gélidos, por lo que pasabamos un frío tremendo, pero al cabo de un tiempo yo estaba integrado en la completa elaboración de los quesos y sus derivados. Se aprovechaba todo, hasta el suero final servía de alimentación a los cerdos de las dos familias propietarias que además eran ganaderos y agricultores y vivían en los laterales del edificio de la fábrica y disponían cada una de un extenso corral. Durante la larga temporada de fabricación, el trabajo era intensisímo y de muchas horas diarias y los empresarios trabajaban al unísono con los empleados, solo descansabamos las tardes de los domingos. Ignoro el índice de paro del pueblo, pero tenía que ser muy alto. ¡Coño, si todo el trabajo lo teníamos acaparado nosotros!

En verano, la actividad se reducía a producir los pocos quesos de algunas partidas de leche recogida por compromisos adquiridos y de esa elaboración me solía encargar yo. La primera vez, por impericia con el cuajo, me "cargué" unas veinte piezas que correspondían al total de la fabricación de la jornada. Pero no pasó nada, fueron "gajes del oficio" y, en adelante, todo me salió correctamente. Como empecé a trabajar siendo un adolescente de 16 años las familias propietarias me tenían mucho aprecio y yo también a ellas. Por el poco trabajo en esa época del año tenía tiempo libre, así que me empleaban como comodín, encargandome variadas y suaves tareas agrícolas. Allí pudo estar mi futuro laboral, pero a pesar de la constante atención de mi hermana Chari, por causas que no vienen al caso, determiné cambiar de aires y trasladarme a Sevilla para vivir con mi hermana menor. Mi Casi. Pero eso ya es otra historia.

Bueno, añadiré a modo de anécdota dos casos que me ocurrieron trabajando en La Quesería: Había dos ganaderos cercanos a Torrelaguna, uno en una finca llamada La Casa Oficios y otro en Redueña, un pueblecito próximo. La recogida de la leche en esos casos, si no le venía bien al camión, se hacía de forma particular. Una vez me enviaron a Redueña con un pequeño carro tirado por una mula, cuando en una cuesta abajo próxima a un puente, el animal cogió carrera y yo no supe dominar la situación, pues ya he dicho en otras ocasiones que yo era hijo de "artista" y no entendía nada de animales de tiro ni de campo. Salí indemne de forma sorprendente, pero con mucho miedo y dije que yo no era carrero en adelante. En otra ocasión regresaba de La Casa Oficios montado en un burro grande muy vivo, de color blancuzco, cuando de pronto el pollino de puso cachondo olfateando una burra que iba delante y se desbocó con la calentura sin que yo pudiera atajar su trote. Terminé descabalgado, maltrecho y rodeado de los cántaros abollados o con la leche derramada por las costuras de estaño despegadas. En adelante, las más de las veces, para este ocasional acarreo, cabalgaba yo en otro burro de caracteristicas opuestas: Era de color negro, pequeño, vago, lento, vamos un penco en toda regla, pero eso sí, seguro porque a aquel jumento no se le hubiese ocurrido, no ya trotar, siquiera aligerar el paso, ni por una burra propicia a mano.


Me quedó en el "tintero" contar que, en diciembre de 1959, fuimos en autobús gratuíto desde Torrelaguna a Madrid jovenes de ambos sexos y supongo que de todos los pueblos próximos a la capital, para figurar como espectadores en el Paseo de la Castellana, ante el recorrido en coche de Franco y Eisenhower, presidente de los Estados Unidos. Fue un hecho histórico y, simplemente, así lo expongo.

jueves, 15 de noviembre de 2012

Aranjuez, 2



Con la entrada Aranjuez,1 finalizaron los relatos dedicados a mis vivencias infantiles, salvo que me haya quedado alguna anécdota en el "tintero" que considere interesante agregar, al menos para mis recuerdos y entretenimiento.

Regreso a esa población en el verano de 1958, donde continuaba mi hermano Quico y había llegado mi hermana Chari, cada uno ya casados, mi hermano incluso con una niña de apenas un añito. También estaba ya allí mi padre, mientras mi madre quedaba hospitalizada en Madrid, como era frecuente. Mi hermana menor, Casi, vivía en Sevilla y mi hermana Lelo, que como comenté en ocasión anterior, quedó en el pueblo para la eternidad en plena juventud. Es notorio que ya no antepongo el posesivo MI directamente ante el nombre de los hermanos y otros seres queridos como era lo habitual en Extremadura, no porque ya no sintiera así, sino para sintonizar con el habla de la zona. En una ocasión que dije a un amigo: "¡Mira, por ahí pasa tu Chari!", me contestó: "¿Mi Chari?, será mi hermana Chari". Bueno, es cuestión de narrativa, en este aspecto sigo pensando como en mi infancia extremeña.

Con ese viaje, me sumo ya definitivamente a la segunda fase de la emigración, al éxodo extremeño, originado por motivos económicos y cierto trasfondo político, precedido unos años por la colonización del Plan Badajoz, donde dieron vivienda y parcela a algunas familias campesinas y continuado a principios de los años sesenta por la demanda de mano de obra, incluso sin cualificar, por parte de algunos paises europeos del entorno, principalmente Alemania. En consecuencia, el número de habitantes del pueblo y de Extremadura en general quedó reducido de forma muy considerable.

Desde febrero hasta agosto de 1959 me incorporé al mundo laboral, trabajé en una importante tienda, Ultramarinos Tejedor, donde incluso me dieron de alta en la Seguridad Social de entonces. Después de los descuentos, me quedaban unos ingresos netos de 217,43 pesetas mensuales y una paga extra en julio de 108,72 pts., según consta en las nóminas que aún conservo. En realidad, ya había trabajado en Campillo desde los 13 años en un comercio de tejidos, donde fui tratado como un miembro más de la familia. Pero como contraste y costumbre, allí, y creo que en toda la zona, consideraban que un aprendiz cobraba solo con eso, con el aprendizaje de un oficio. Curiosamente los niños que trabajaban en el campo por cuenta ajena percibían una paga, aunque escasa, o al menos la manutención de la jornada.

Aún así, me podía considerar afortunado, pues los hijos de los campesinos asalariados o poco hacendados, se incorporaban al trabajo a edad más temprana y abandonaban la escuela, al menos de forma regular. Era necesario para la economía familiar. Ignoro la existencia de leyes sobre la edad mínima para el trabajo infantil, pero de existir, éstas se infringían de forma regular. Mi caso fue como el de otros muchos de la España de entonces, todavía con secuelas de la pasada y cruenta Guerra Civil, o sea, el de un estudiante frustado, pues la enseñanza media y sobre todo la superior, era un privilegio que solo se podían permitir las clases acomodadas, máxime si para cursar esos estudios tenías que trasladarte y vivir en las ciudades que contaban con universidades. La excepción la constituían algunos mecenazgos o casos de pérdidas de vocación tras el paso por el Seminario. Así que conmigo "murió" un estudiante vocacional, pero vivió un constante lector desde la infancia.

Pero bien, yo era feliz en mi tienda de Aranjuez y durante los fines de semana deseaba que llegara el lunes para ponerme detrás del mostrador a despachar. Me sentía importante. Por pura casualidad allí trabajaba uno de mis escasos amigos (me sentía un poco desarraigado), a quien curiosamente conocía desde mi primera estancia en 1955. Ese chaval, Félix, a quien no he visto desde entonces, era de mi misma edad, pero ya mucho más desenvuelto que yo en amores y amoríos. Nos juntabamos mucho, siempre estaba de buen humor y con su eterna cantinela:

Tu madre me ha dicho feo,

tu madre me ha dicho feo,

otra vez que me lo diga,

saco la picha y la meo.

También, empleando el tonillo de la "Polka del Barril de Cerveza", canturreaba repetidamente:

Estoy loco,

estoy loco,

estoy loco de contento,

tengo pelos en el "jeve"

y de noche me los cuento,

tengo más de ciento nueve.

No he conseguido averiguar a que se refería con eso del "jeve", ni sé si se escribe con be o con uve. Me imagino algo de las "partes bajas" o , lo más posible, una palabra inventada para la rima con nueve. Lo cierto es que esas letrillas verderonas y picarescas, aprendidas en la infancia o adolescencia, quedan grabadas en la mente de por vida.

Se me olvidaba y aunque sea como apostilla, añadiré que en 1958 vi por algunas calles de Aranjuez a Vicente Parra y Paquita Rico paseando en carroza, rodando parte de la película: "¿Dónde vas, Alfonso XII?"

lunes, 5 de noviembre de 2012

Aranjuez, 1



Como ya anticipaba en la entrada del pasado 5 de agosto, titulada "El arroyo", estuve una temporada en Aranjuez al amparo de mi hermano Quico y con unos familiares por parte materna. Esto ocurría entre finales del invierno y principios del verano de 1955, o sea, durante algo más de cuatro meses. No recuerdo con precisión las fechas.

Tan a su amparo estaba, que una tarde que se me rompió una sandalia me acerqué al taller donde trabajaba y lo localicé haciendo una reparación bajo un pequeño camión, le expliqué la situación y que yo no me iba de allí hasta que me comprara unas sandalias nuevas, porque los niños se reían de mí. Su lógica respuesta, aunque yo entonces no lo entendiera así fue: ¡Niñooo, me quieres dejar hasta que termine de trabajar y luego te las comproo!. Yo, empecinado en mi postura, no me avenía a razones y no paraba de insistir, pero al final no tuve más remedio que esperar al final de la jornada para que me las comprase. Esta sería una escena clásica del cine neorrealista italiano que tanto me gusta, pero que en aquella ocasión no era neorrealismo, sino , simplemente realismo. Pobre hermano mio, que tardecita le hice pasar.

Esos familiares a los que me refería al principio de la narración eran una tía de mi madre y sus siete hijos, tres varones y cuatro hembras, todos ya casados excepto las dos menores, así que en ausencia de mi hermano durante la jornada laboral, yo recorría sus casas donde me trataban con cariño, salíamos a veces a pasear e incluso acompañé en varias ocasiones a una de las solteras a la recogida de fresas en los campos propiedad también de otro familiar. Yo en realidad me lo tomaba como una jira campestre, correteaba por el entorno y no paraba de comer fresones recién cortados de la mata, más grandes y dulces para el paladar de un niño que las fresas, aunque éstas tenían un precio sensiblemente superior. (Actualmente solo se ven fresones en el mercado, aunque erróneamente los llamen fresas). Pero a pesar de las atenciones, de la frondosidad y belleza de los jardines por donde paseabamos y el caudal del río Tajo, mi mente infantil añoraba "mi arroyo", los campos de olivos, las extensas dehesas (decíamos jesas) extremeñas por donde correteaba, los frecuentes planeos de los buitres sobre el pueblo y más que nada, a mis amigos.

Para no perder el contacto con el pueblo mantenía correspondencia con un primo y amigo, metía las cartas en unos pequeños sobres azules muy baratos que había entonces y le pegaba un sello de Franco. Especifico de Franco porque no hacía mucho tiempo que el cartero me entregó una carta en la puerta de mi casa en Campillo, posiblemente de mi hermano y comprobé sorprendido que el personaje que venía en el sello no era Franco como siempre, sino otro, no recuerdo quién y entré gritando: ¡Mirad, hoy no viene Franco en el sello, viene el Gobierno!. Pensaba yo que el Gobierno al que se referían los mayores era una persona en concreto, pero ya en Aranjuez sabía que el Gobierno era los ministros y otros hombres que mandaban mucho, sí, pero que Franco mandaba más que todos ellos juntos.

¡Qué diera por conservar aquella correspondencia aunque ahora su lectura me hiciera brotar las lágrimas!, por aquello de que traer tiempos pasados a la memoria dan más pena que gloria. Pero aún quedan en mi mente dos noticias de las que intercambiabamos, a saber: Yo le comentaba a mi primo que en Aranjuez, los aparatos, como llamabamos en el pueblo a los aviones, pasaban tan bajos que se veían hasta los pilotos. En realidad los confundía con las avionetas que sobrevolaban ocasionalmente la ciudad. Mi primo me escribió una vez muy contento diciendome que le habían regalado como una pluma, a la que se achuchaba arriba y salía una punta con una bolita que escribía muy bien y ya no necesitaba el tintero. Describía los primeros bolígrafos que veíamos y, en realidad, esto no resultaba tan extraño habida cuenta que se trataba de un invento extrajero reciente, solo de la década anterior y que tardaron unos años en popularizarse.

Por fin regreso al pueblo y además en verano con todo el tiempo libre para mis juegos y correrías, pero mira por dónde, al principio serví de burlas y risas a mis amigos, porque por lo visto, con esa rápida asimilación de los niños, yo venía muy finolis, pronunciaba las esesss del final de las palabras y la jota muy sonora en vez de la hache aspirada extremeña. Pero fue un tiempo efímero, en breve recuperé mi propio acento y todo volvió a la normalidad.